Era el primero de diciembre del año 2000. Los invitados a la toma de posesión de Vicente Fox colmaban el Palacio Legislativo de la República Mexicana. En el vestíbulo todos conversaban en espera de la hora. Yo hablaba con Juan Ramón de la Fuente, rector de la Universidad y proseguíamos nuestra recurrente discusión sobre los méritos de Enrique Ponce o el triunfo de su toreo falsificado. De pronto, en una esquina, vimos llegar a la historia viviente: ¡Fidel, ahí está Fidel!, dijo una voz.
Corrí hacía él mientras otros hacían lo mismo. Por circunstancias propias de este oficio, decidido a no soltarlo así los guardias me tironearan, jalonearan o pegaran en los riñones, tomé a Fidel Castro por el brazo izquierdo. Con la misma indeclinable determinación, Miguel Reyes Razo sujetó al viejo líder de inciertos pasos por el lado derecho.
—Permítame comandante, lo ayudo.
Los guardaespaldas se resignaron y moderaron su celo. Peldaño a peldaño, paso a paso, con lentitud y entre murmullos, Fidel Castro con sus dos muletas —Miguel y yo—, subió la escalinata diseñada por Pedro Ramírez Vásquez en cuyos cubos de tezontle se disipaba oblicua la luz de las once de la mañana.
—Yo espero una buena relación con este gobierno, ¿sabes? me dijo durante la ascensión. Ni él ni yo ni nadie nos imaginábamos en esos momentos de gozo inaugural cómo las cosas iban a llegar años más tarde casi al extremo de la ruptura diplomática después de la indigna grosería de Monterrey ahora conocida como el “comes y te vas” cuando la diplomacia mexicana fue no solo la vergüenza sino el hazmerreír de medio mundo.
Al llegar al vestíbulo superior donde están los palcos (literalmente) soltamos a Castro. Amable, conversó naderías para agradecer el gesto y el doble apoyo. Jorge Bolaños, uno de sus mejores embajadores, se encargó de llevárselo con sutil gentileza.
—Gracias, me dijo.
—Gracias a usted, comandante. Por unos minutos me dejó usted ser el sostén de la Revolución. Sonrió y se fue. Me quedé mirando su espalda en declive y sus pasos desnivelados mientras entraba a un espacio privado.
Hoy ese hombre sobrevive apenas en una mitológica convalecencia, cuya verdadera definición nadie conoce. ¿Es una interminable recuperación o es una larguísima agonía con momentos de lucidez?
Aquella mañana de la escalera interminable yo recordaba los grandes desplantes de Fidel en la escena internacional. Solamente una magnífica inteligencia, más allá de cualquier parámetro, pudo haber incrustado un país de las dimensiones de Cuba en el centro internacional del juego político a lo largo de medio siglo en una deslumbrante sucesión de audacias retóricas y militares, alianzas tejidas con hilos invisibles a lo largo y ancho de cuatro continentes, hasta convertirse en un elemento de necesaria consideración cuando se quiere decidir cualquier cosa del mundo.
Pero el hombre capaz de forzar a la historia con la anticipada obligación de absolverlo no es ya el todopoderoso, excepto si se considera una muestra de fuerza haber designado a su hermano como una especie de Regente indefinido. Sin embargo, nadie puede hablar de la Cuba de Raúl. Para siempre quedará la Cuba de Fidel.
La abierta pugna entre Estados Unidos y la Revolución (o el régimen); el bloqueo cuya vigencia (cada vez más relativa) sirve para justificar permanentemente los errores internos o la corrupta ineptitud de un aparato burocrático cuyo pilar fundamental es el espionaje doméstico, ha venido a dejar las cosas casi como un marcador deportivo: Fidel ha retirado del plato a doce presidentes del país más poderoso del mundo, quienes lo han querido “ponchar” y se marcharon “con la carabina al hombro”, como decía “El Rápido” Esquivel de los bateadores sin oportunidad.
De John Kennedy a Barack Obama, los gringos han querido acabar con el cubano. Ninguno pudo hasta hoy. La única pregunta es si el precio pagado por esa victoria ha sido justo. A cambio de tener al único latinoamericano en toda la historia capaz de decir no y confrontarse cotidianamente con el imperio, el pueblo cubano ha vivido medio siglo de estrechez, pobreza, limitaciones y miedo al vecino.
—Usted no sabe, me dice una hermosa joven cubana llegada a México hace una docena de años, cómo es la vida en la desconfianza; cuánto miedo teníamos hasta para decir, estoy de acuerdo.
El primero de enero se cumplió el medio siglo de esa revolución. De ella guardo imágenes inconexas: mis pasos por una escalinata con Fidel Castro bien asegurado y mi erradizo andar por los barrios habaneros llenos de cascajo, sábanas y jirones al sol por las ventanas de edificios leprosos; un patio con pavorreales y quizá una indescriptible tarde en el malecón de La Habana salpicado por la espuma del mar y la brisa de la tarde.
Más nada.