Hace muchos años visité el Museo Etnográfico de Viena y mi dolido corazón, o quizá la mitad tenochca de mi alma mexicana, sintió una profunda tristeza: el Penacho de Moctezuma, el más célebre de todos los tocados del mundo, superior a cualquier corona europea, infinitamente supremo a tiaras, mitras y esplendores ornamentales, gracias al cual el gran Xocoyotzin se contoneaba como “Aventurera” en el Salón Los Ángeles, es un horrible y pepelaco plumero indigno de tanto escándalo.
Sin embargo, con toda su triste condición de vejestorio plumoso, es nuestro, como dijo el general Cárdenas del petróleo.
Es nuestro penacho y su lejanía y su enorme distancia confirman, la vocación rapaz de las potencias europeas en contra de los pobres pueblos desvalidos y originarios de estas tierras, quienes no obstante ser conquistados todavía fueron expoliados y sometidos a una interminable extracción de la sangre de sus venas.
¡Ay!, las venas abiertas de nuestra América mestiza, abusada y violada, mil veces saqueada sin lograr ahora ni siquiera una dulce palabra de disculpa.
Y miraba yo la vitrina débilmente iluminada (hasta la luz agrede al quetzal), y comparaba el vetusto original con la réplica deslumbrante de nuestro Museo de Antropología y me maravillaba de cómo habría sido aquello cuando Bernal Díaz del Castillo miró ese mismo ornamento ahora cercano a mis ojos, sobre el cual se posaron las manos ensangrentadas del turbio conquistador Hernán Cortés (esa frase, perdón, pero ni Taibo).
–Fíjate, me dijo una voz en el recorrido museístico: mientras los aztecas del siglo XVI hacían adornos para la cabeza de un déspota, con plumas similares, el Siglo de Oro preparaba “El Quijote”.
Obviamente les gestiones diplomáticas de muchos decenios han fracasado. Austria no tiene intención de enviar a México un objeto etnológico y por desgracia nosotros no tenemos –la han buscado en el archivo de la Secretaría de Relaciones Exteriores–, la factura del penacho. Tampoco la garantía del fabricante.
La mayor muestra de buena voluntad es la entrada gratuita de cualquier mexicano con pasaporte en mano, quien puede entrar gratuitamente al museo para ver el bendito plumero. Es un gran consuelo.
El regreso del gran ornamento plumario es un empeño en el cual los mexicanos no cejaremos. Ya lo dijo el Señor Presidente cuya señora esposa, Beatriz Gutiérrez, quien no es una Primera Dama, sino una dama de primera, ha reanudado sin fruto inmediato las acciones diplomáticas en ese sentido: Somos muy perseverantes.
Los austriacos dicen, nosotros también y el tiempo es más tenaz: si movemos el ya dicho objeto emplumado, se desbarataría como las ilusiones de una quinceañera.
Pero tener en México el penacho (por respeto le diríamos “Don Peignacio”, nada de confianzas), nos permitiría muchos cambios en la liturgia republicana.
Para empezar el Señor Presidente podría portarlo durante las ceremonias de recepción de las cartas credenciales de los embajadores acreditados en este país. Quedarían apantalladísimos, sobre todo si se le ilumina correctamente.
Claro, se necesitaría modificar la “Ley sobre el escudo, la bandera y el himno nacionales” para incorporar el plumero a los símbolos patrios y sustituir con él la poco visible y nada espectacular Banda Presidencial.
El Señor Presidente portaría el penacho, con cuidado de no tropezar por el balanceo, cuando se enfile por los salones del Palacio Nacional, al balcón de la Patria, en el centro del edificio, debajo de la campana de San José, durante la ceremonia septembrina del “Grito”.
Debidamente ajustado lo podría utilizar como abanico, mientras saluda –con movimientos afirmativos de cabeza–, a la multitud cuya concurrencia ya es cosa casi segura para el año entrante, cuando se cumplan los muchos aniversarios de todas las fechas prehispánicas, independentistas, libertarias y similares del 2021.
De paso, y como correspondencia a la devolución austriaca, les podríamos enviar un busto de Benito Juárez para inaugurarlo el 19 de junio, fecha del CLVII aniversario del fusilamiento de Maximiliano.
La idea, conste, no me pertenece, se lo ofreció Luis Echeverría al gobierno austriaco en una de sus interminables giras internacionales.
Pero la magnifica idea, casi como la recurrencia de los griegos en recuperar los frisos del Partenón birlados a los helénicos por el pirata Lord Elgin, nos podría dar el impulso para pedirles a los gringos, (cuando se vaya Trump, claro), la devolución no del penacho sino del cacho de país birlado durante la guerra de 1846.
También podríamos decirles a los franceses , queremos la Torre Eifell como compensación por la guerra de los pasteles y sus consecuencias.
Una más de las ocurrencias pendejas del orate de Palacio.