Podría parecer obvio, evidente, pero el poder absoluto sólo tiene una desembocadura natural: el absolutismo.

Y eso es, sencillamente, el ejercicio ilimitado del poder. 

Sin barreras, sin contrapesos, sin crítica ni opinión pública; con tribunales sometidos y medios de información controlados, universidades propias, sometidas a un criterio; dominio sobre la educación y los textos educativos, control sanitario en favor de una causa política, de un partido,  limitaciones a la libertad individual, inquisiciones, espionaje mediante los registros poblacionales, de la propiedad, de la renta y el servicio bancario; geolocalización hasta para una transferencia monetaria, identificación hasta para comprar medicamentos controlados; o adquirir un teléfono celular, indagación de datos personales al margen de la ley en un país vigilado en las calles por cientos o miles de cámaras en circuitos de “seguridad” y supervisión de movimientos.

Más impuestos para no subir los anteriores. Control y más control al amparo del viejo truco de prohibir la prohibición. 

Todo con base y mérito una idea difusa: si el derecho divino originado en la incomprensible idea de un Dios legislador, les permitía a los monarcas europeos una incontestable autoridad absoluta –eso abarca todos los campos, hasta la vida privada–, ahora esa facultad proviene de otro Dios, tan invisible como el primero: el pueblo. 

–¿Cuál pueblo? El mío.

Noción segregadora, si alguna hubiera. En ese concepto sólo cabe quien yo digo. Los demás no son pueblo. Aquí sólo los pobres, los mestizos miserables, los indios, los desheredados. Los votantes de cada día, los aplaudidores, los agradecidos, los necesitados. Los demás, no. Esos no. Fuchi caca fifí.

Los sentimientos populares, su omnipresencia cuando se requiere justificar una decisión previamente tomada, ya sea en elecciones formales o simples consultas manipuladas, en las cuales jamás se consideran ni evalúan las consecuencias de un sí o un no, son el Dios de la nueva autoridad civil, son invocados como ensalmo prodigioso frente al cual nadie osa contradecir la voluntad única.

Por eso es posible escuchar al presidente de la República en trance de misticismo:

–¿Usted tiene confianza en el Instituto Nacional Electoral?

–No, yo tengo confianza en el pueblo.

No entremos ahora en el pantano del populismo. Esa forma de pensar es una herramienta cuya finalidad es el poder absoluto, la justificación para cualquier cosa, el mejor pretexto, la interminable invocación. 

Vox populi, vox dei, decía la vieja voz latina.

“Si al medio día y bajo la luz del sol el pueblo dice, es de noche, debemos encender las farolas del alumbrado público”. O sea, hagámonos pendejos todos.

Pero leamos a George H. Sabine en su indispensable “Historia de la teoría política (FCE.1968)”:

“…aunque el poder como tal era divino, en circunstancias determinadas, podía ser justo, resistir al ejercicio ilegítimo del mismo. Por esas razones, antes de fines del siglo XVI, no se sentía que hubiese ninguna incompatibilidad en las teorías de que el poder procede de Dios y las de que procede del pueblo.

“Lo que hizo incompatibles las dos opiniones, fue, en primer lugar, el desarrollo del derecho del pueblo, que vino a tomar específicamente el sentido de derecho de resistencia y, segundo, el contradesarrollo de la doctrina del derecho divino, que vino a implicar que los súbditos, deben a sus gobernantes una obediencia pasiva…”

En esas condiciones era sencillo comprender una frase de tiempos de Carlomagno (864), “… la ley se hace con el consentimiento del pueblo y mediante la declaración (constitución) del Rey….”

La pregunta actual ya no guarda relación con el origen ni de la ley ni del poder, sino de la utilidad de las leyes y el sistema político. ¿En beneficio de quien operan las instituciones? ¿Para quién. gobierna el gobierno? ¿Con cuáles instituciones además de sus instituciones?

Hoy en México, el gobierno gobierna para sí mismo. Todo se hace en función de un programa cuyas tesis básicas no han variado, desde los tiempos de la oferta persuasiva y electorera, pero cuya capacidad de improvisación, en favor de su imagen y su estructura, lo modifica todo al capricho, a cada paso, siempre bajo la misma tesis: provengo del mandato popular, lo cual equivale a decir, mi autoridad dimana de Dios, porque la divina persona y el pueblo, son la misma única e idéntica cosa.

No necesitamos la Santísima Trinidad. Con la santísima dualidad nos basta y sobra.

Y si en el pasado la administración del poder como un don divino obligaba a perseguir a quien renegara de Dios (hereje) o dudara de la condición legítima de sus representantes reales (rebelde), la actual circunstancia arrincona a quienes osen disentir, censurar, critica o hacer política en sentido contrario. 

Son un peligro porque ponen en riesgo el absolutismo ya sea legislativo o judicial. Por eso se presiona a los magistrados incómodos en la Suprema Corte y se coloca a los amigos, amigas o esposas de los amigos o amigas; por eso se cooptan los órganos autónomos constitucionales, por eso se desaparecen las comisiones de Derechos Humanos o se mina a los Institutos de Transparencia o Electoral.

Si ellos contribuyen a la merma del poder, y por tanto frenan las transformaciones ordenadas por el pueblo,  a quien dañan es al pueblo porque lo privan de los frutos del cambio verdadero. O sea, la salvación eterna.

Como narra la historia  del inquisidor /José Toribio Medina.Conaculta):

“…Y viendo la ceguera en que estaba, vinieron cuatro veces al tribunal, personas doctas y religiosas que con santo celo le enseñaron lo que debía tener y creer y no habiendo sido posible 

poderlo reducir, se concluyó su causa de manera definitiva, con asistencia de su letrado y de un intérprete del Santo Oficio, de quien se tiene mucha satisfacción; fue relajado en persona a la justicia y brazo seglar, como hereje calvino pertinaz, con confiscación de bienes, dejóse quemar vivo…” 

 Quienes supusieron el fortalecimiento de las instituciones democráticas en la incipiente historia mexicana del desmontaje del “autoritarismo” priísta y de los años posteriores a la alternancia, se equivocaron completamente.

En el nombre de un “fraude electoral” jamás comprobado, y para defender a quien incumplió con requisitos simples, pero severamente castigados por una ley cuyo texto el árbitro nada más aplica, se propone la extinción del Instituto Nacional Electoral, o de menos su achicamiento hasta dejarlo en el inservible membrete; su sustitución por una serie de centros telefónicos de atención simultánea (eso son los “call center”), para hacer preguntas simples, encuestas superficiales, remedos propios de una feria con candidaturas de tómbola incluida.

Una vergüenza nada más decirlo. Y hasta pena ajena nada más por escucharlo.

El triunfo electoral del 2018 no fue una victoria política solamente, fue casi la epifanía espiritual de un hombre convencido de la santidad del pueblo (al menos en el discurso y el ritornelo) y una pequeña oportunidad (seis años no son nada en la historia de México, son un instante, un parpadeo), para devolver la dignidad atropellada por la corrupción, y por tanto es necesario abatir cualquier obstáculo, así sea por métodos iguales a los de los gobiernos proscritos, infames, indignos de la nobleza perdurable de nuestra gente, a la cual se debe proteger de toda contaminación proveniente de las charcas mefíticas de la podredumbre de aquella pez sobre las aguas del nuevo Jordán.

“…es un proceso de transición, lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no acaba de morir (frase de muy novedosa originalidad) , pero vamos avanzando y yo por eso creo que ya pronto ya no vamos a ser necesarios, ya por eso el 24 me voy a ir tranquilo, si me lo permite la gente y si lo permite el Creador, que yo llegue hasta el 24, me voy a ir tranquilo, porque ya vamos a dejar arreglado todo.

“Soy muy optimista, estamos trabajando para eso, hemos avanzado mucho y nos falta tiempo para consolidar las cosas.

“Y voy a seguir visitando los pueblos abajo…” 

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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