El 22 de enero de 2019 se publicó una fotografía premonitoria. Quizá ese día el Partido Revolucionario Institucional comenzó su inevitable camino a la derrota electoral cuya desgracia hoy se ve con la naturalidad de los hechos consumados, aun cuando ni siquiera comienza el proceso electoral.
Pero ese día, ¡ay!, ese día funesto, nefasto, infausto… quizá se haya escriturado la desgracia.
La fotografía en sí no dice nada. Es la imagen fondera de las aspiraciones gastronómicas del austero y franciscano, desde entonces, gobierno de la República; el cual tenía –por cierto— a Delfina Gómez como superdelegada federal en el Estado de México.
Se aprecia una mesa cuadrada y barata, tan simple como para no conocer un mantel, ni siquiera de plástico floreado o papel de estraza en el cual dos caballeros, ambos de camisa blanca, interrumpen su comida ya casi terminada –a juzgar por los platos vacíos, con restos de enchiladas, mole o algo parecido–, y posan para la foto.
Uno de ellos lo hace con seca expresión de fastidio. Ni siquiera de aburrimiento a pesar de haber sido el promotor del encuentro. El otro sonríe con falsedad.
Uno de ellos es presidente de la República, lo cual debería mantenerlo feliz, feliz; pero al menos en ese instante, no lo parece o no lo aparenta. El otro, es gobernador del Estado de México, como lo fueron su abuelo y su padre. Sobra decirlo, es parte de una dinastía política conocida generalmente como “Grupo Atlacomulco”.
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Uno se llama Andrés Manuel López Obrador. El otro, Alfredo del Mazo Maza y si bien es cierta la imposibilidad de un registro fotográfico de la atmósfera, excepto cuando se le hace una toma a la lluvia o al huracán, se advierte una tensión mal disimulada. Además de un limón exprimido muerto a la mitad de la mesa, junto a un salero y una azucarera. Lo demás, botellas medio vacías de agua mineral y vasos con un líquido turbio grisáceo. Limonada o agua de chía o quién sabe cuál mejunje. Servilletas de papel.
Eso no tendría ninguna importancia excepto por la señal invisible en la fotografía. El presidente se hizo invitar a tan simbólico ágape, en el más significativo de los escenarios de la política mexiquense: Atlacomulco.
En verdad fue la culminación de una advertencia y también un preludio. Fue una visita hacia el futuro. Todo se había iniciado con la designación de la maestra texcocana, electoralmente derrotada como superdelegada en el estado. Todos los asuntos relacionados con el gobierno federal pasarían por sus manos, incluyendo los programas sociales, y con el tiempo, la secretaría de Educación Pública y –a pesar de sus delitos—, la candidatura y la lucha electoral, pero entonces entre el candor y la debilidad temerosa de un gobernador con los brazos caídos, el presidente la consolidaba.
Desde entonces y ahí –quizá–, se comenzó a destilar el licor de la derrota.
Lo demás ha ocurrido en días recientes. El movimiento del gobierno ha logrado la unidad de sus aspirantes. Por las buenas o por las malas la maestra, la más alta cumbre intelectual mexiquense desde Nezahualcóyotl y Sor Juana Inés de la Cruz juntos, llega con todos los hilos de la política en sus manos, mientras los partidos de una frágil como traicionada alianza (eso hizo Marko Kortés desde el arranque, ¡Karajo!), todavía no saben cómo reaccionar.
Y en la política algunas cosas no se perdonan. Una de ellas es la indecisión; la ignorancia sobre el propio deseo, la confusión, el miedo.
Tal parece y la potencia de la IV T en otros estados por donde avanzan como Atila, los ha vuelto como versos de Agustín Lara, medrosos y cobardes.
Y en todo este panorama no sabemos si Alfredo del Mazo Maza es omiso o sumiso. Pero no está para dar la pelea, ya no digamos para ganarla.