Los hechos criminales de Iguala, los cuales, como ya lo sabe todo mundo implican el asesinato de 43 estudiantes de la escuela normal rural de Ayotzinapa cuyos restos fueron carbonizados (de acuerdo con los testimonios de quienes cometieron tal atrocidad), han hallado, sin embargo, espacio para la prolongación de las culpas y la perpetuidad del reclamo.

Los culpables no son únicamente los actores directos, sino quienes impidieron esas conductas (no quienes participaron de ellas en el amplio campo de la complicidad); los escondieron, los soslayaron o los toleraron. Por eso el Estado es absoluto responsable, si no, relativo culpable. Ese es el dogma.

Bajo esa ola se cobijan varias protestas.

La más atendible y comprensible, la de los familiares de los desaparecidos, ya sea esta condición por secuestro prolongado, privación de la libertad o forzamiento, como se le quiera –o se le deba—tipificar o por incineración de los cuerpos (la más física de las formas de desaparecer a alguien, de borrarlos, de  extinguirlo).

Las otras protestas guardan relación con el aprovechamiento político o de propaganda de grupos adheridos a la ocasión, a lomos del momento, cuyas demandas se suman a las de los padres y madres.

A esos grupos, cuya petición  se ha convertido en proclama y bandera mediante el recurso instantáneo de desconocer cualquier avance en la investigación, excepto aquel cuya contundencia favorezca sus prejuicios (han enjuiciado y sentenciado a priori), se les han concedido todo tipo de peticiones.

Más allá del absurdo de insistir en la vitalidad de los desaparecidos y al mismo tiempo exigir la presencia de investigadores argentinos en ciencia forense e identificación de restos humanos (no tendría caso si estuvieran vivos); de admitir como buenos los resultados de la universidad de Innsbruck, aun cuando en  los hechos se desconozcan sus derivaciones lógicas (si lo único identificable en el montón de ceniza fue el ADN de uno de los desaparecidos, la lógica empuja para un  lado mientras la propaganda lo hace en sentido contrario)  y por encima de la descalificación del trabajo de la PGR y sus casi cien detenidos, algunos de ellos confesos, como “·El cepìllo” , hacen pensar en la imposibilidad –al menos del lado oficial–  de prolongar esta situación hasta el infinito.

Por otro lado se le dejaría al tiempo la solución del caso.

Cuando hayan pasado 99 años y no haya ni siquiera posibilidades de longevidad de los imaginarios sobrevivientes, ya no se podrá exigir su presentación tan vivos como el día cuando fueron abducidos.

Pero dentro de un siglo ni usted ni yo ni los padres hoy dolientes y justamente encabronados, estaremos aquí. Muchos menos quienes ahora empujan políticamente el caso. No estarán ni Peña ni Murillo; ni Abarca ni el PRD, ni el abogado De la Cruz. Nadie. Pero seguirá la cantaleta. Se habrá vuelto leyenda.

Por eso el gobierno así sea unilateralmente (tan unilateralmente como los promotores de las dolidas familias lo hacen) debe ofrecer un cierre definitivo del asunto cuando las investigaciones y las pruebas hayan sido desahogadas de manera exhaustiva y los culpables materiales e intelectuales (repito, casi 100) hayan sido exhibidos y sus expedientes abiertos a la consulta pública.

Quienes protestan hoy lo seguirán haciendo mañana. Para eso están y con eso alientan y alimentan otros  movimientos como la CETEG y algunos más.

Por eso las oposiciones políticas  adversas al PRI seguirán operando en este año electoral y en los sucesivos.

Y por eso el gobierno debe terminar su trabajo y presentar sus resultados. Lo demás, es política pura y esa no se puede dar por terminada, pero tampoco debe permitir  el arrastre de todo sólo porque alguien  ha enganchado cualquier discusión nacional al tren  de Iguala.

Y en Iguala, no hay tren.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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