Durante mucho tiempo una frase de “Cien años de soledad” colmó la anticipación de mis temores. Mi convivencia infantil con dos viejos me había predispuesto a lo inevitable y no siempre con la debida confianza. Quizá por eso una frase descriptiva de las desventuras del coronel Gerineldo Márquez, se me quedó espinosamente como parte imborrable de toda esa maravillosa fronda literaria:

“… escapó a tres atentados, sobrevivió a cinco heridas y salió ileso de incontables batallas, sucumbió al asedio atroz de la espera y se hundió en la derrota miserable de la vejez…”

Pero hoy como nunca admiro a la literatura como la gran maestra de la mentira y el engaño (por encima de los discursos políticos, claro). No toda vejez es miserable; ni toda ancianidad es una derrota.

Ayer por la mañana un grupo dominical de amigos me regaló una rara y valiosa oportunidad. Y por raro sólo quiero decir poco frecuente: celebrar a un caballero en sus primeros cien años de vida.

Un hombre de quien supe hace algunos años en algunas de sus cimas del servicio público: la Dirección de Conasupo; el proyecto de Cuautitlán Izcalli y la contraloría del Departamento del Distrito Federal durante la administración del profesor Carlos Hank González: Don Gustavo Mondragón, maestro universitario, experto en la ciencia de los números y la imaginación creadora, operador del sistema de financiamiento más ingenioso de la historia, por el cual fue posible crear una ciudad por el precio de una casa.

–“Cuautitlán Izcalli costó cuatro millones de pesos”, evoca don Gustavo frente a un redondo y sencillo pastel de chocolate, donde su sobrino Manuel y sus amigos le han escrito sus felicitaciones le han y encendido una vela simbólica de la luz de su largo sendero.

Echa a andar el maestro Mondragón el prodigioso mecanismo de sus recuerdos en el cual la memoria no es una acumulación de hechos arrumbados en la bodega del tiempo, sino una oportunidad educativa –para quien tenga la oportunidad de escucharlo con atención–, de cómo se hace la vida; cómo se aprovecha el tiempo y se le da valor y sentido al paso por el mundo.

Nos cuenta con su voz aun poderosa cómo vivía la infancia callejera en los juegos de banqueta y simpleza de la colonia Guerrero — entre canicas y huesos de chabacano– y nos trasmite sus miedos nocturnos, aliviados por el cobijo amoroso de la Tía Lupe y el párvulo hallazgo de la primera muerte, cuando una hermana de Joaquín Capilla se rompió la cabeza en un tropiezo de patines.

–El mecanismo de financiamiento de Izcalli se me vino mientras dormía, dice, como tantas cosas en la vida. No facturábamos, dábamos créditos a los proveedores, gestionábamos, ahorrábamos. Y por eso cuando alguien de mala fe insinuó malos manejos con las facturas, yo me reía de ellos. Nosotros no manejábamos ese dinero, y así se lo expliqué al profesor Hank.

“Hoy Cuautitlán Izcalli ya tiene más de un medio millón de habitantes, con todos sus alrededores”

Desteje su memoria. Sigue. Los amigos lo escuchan absortos. Palabras precisas, tono firme, nombres, fechas con día, mes y año. A veces hasta la hora precisa.

“Cuando yo trabajaba en un despacho privado de contadores (dice el nombre de Don Julio) se hizo el Hipódromo de las Américas. Todo el sistema de supervisión se hacía con el trabajo de unos contadores americanos. Yo debía hallar un mecanismo; un elemento para supervisar de otra manera.

Bruno Pagliai (el concesionario fundador, famoso por su fortuna y por Merle Oberon) quería una absoluta honestidad en las apuestas. Era la única forma de ganarse la confianza del público. Yo encontré el elemento en las tarjetas de los boleteros; lograr la coincidencia total en los datos de tarjetas y reportes. Se me vino también entre el sueño”.

Pero sin sueño y sin nada le vino a las manos la Conasupo.

Carlos Hank se iba a la campaña por el gobierno mexiquense. Desde ahí comenzaría a preparar su campaña presidencial. Nunca llegó. Pero eso no lo dice Mondragón. Él nada más relata cómo le dejaron encargado del despacho y cómo Gustavo Díaz Ordaz lo llamó a un acuerdo de 20 minutos.

“Le llevé un documento extenso, amplísimo. Cuarenta y siete cuartillas. El acuerdo duró cuatro horas; la agenda presidencial se canceló. Después de eso, el nombramiento pleno.

–Pero señor presidente, le dijo a Díaz Ordaz, yo no soy político.

–Mire Mondragón. Usted tiene un cargo político. De usted depende ser un político bueno o malo. Elija.

–Bueno Don Gustavo, le dice el reportero, ¿pero ha valido la pena vivir un siglo?

–¿La pena?, dice. “Esa es una pregunta”.

–“Mire, yo de niño jugaba, de joven cantaba; de mayor trabajaba y ahora de viejo, rezo.

“Yo siempre he sido muy creyente”. La voz se le hace más pausada, como si quisiera entrar en otra profundidad. Ya no es la narración de sus labores, de si vida política, ni siquiera de sus más de 30 años en el magisterio. Ahora es la más íntima y gozosa de sus convicciones:

–Dios nos ha dado la vida para merecerla. Para hacer algo con ella. Cuando llegue el momento, porque llegará así, me presentaré ante el creador. Y no llegaré con las manos vacías. He vivido con intensidad, con alegría y con provecho para mis semejantes”.

Cuando alguien habla así a los 100 años, quedan derrotados la literatura y el miedo.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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