Etimológicamente, osteolatría (vil neologismo) viene siendo la adoración de las osamentas.
En este caso del esqueleto (o cuanto de él quede más allá del implacable polvo del tiempo) de un revolucionario sin revolución llamado Catarino Erasmo Garza, de cuya biografía muy pocos saben porque no tienen en verdad ninguna importancia, más allá de su pasmosa vida aventurera.
Pero quien supo de él, como ejemplo de rebeldía redentora del pueblo oprimido por la dictadura de Porfirio Díaz, y de su figura se enamoró hasta la obsesión más allá de la muerte, es el primer historicista de México, Andrés Manuel López, quien además de publicar un libro sobre este héroe a fuerza, (2016) formó desde el Palacio Nacional, un equipo de 80 militares y funcionarios del servicio civil, cuya encomienda es hallar los tristes huesos de Don Catarino en el lejano territorio panameño.
Si no se presentan contratiempos, la expedición forense debe volver a la patria triunfante el 16 de abril con las astillas en las manos (o antes, si se logra el fraudulento hallazgo) para rendirles aquí un homenaje como no han visto los tiempos.
Los huesos de Catarino seguramente regresarán a México, país del cual este caballero autonombrado general de una gavilla guerrillera en Texas se fue en el lejano 1893 para nunca volver. Casi como Porfirio Díaz, a quien tanto combatió –sin resultado alguno–, antes de exiliarse en Texas y recorrer después la América Latina dedicado a la siembra de conflictos políticos, hasta su ajusticiamiento (1895) en Bocas del Toro, actual suelo panameño.
Pero el señor presidente necesita su héroe personal. No le alcanzan Hidalgo, Juárez, Zapata y los demás. No basta con Morelos o Flores Magón (otro anarquista) no. Necesita el suyo propio. Su marca en el panteón nacional. Su originalidad histórica.
Y para eso organiza la más rocambolesca de las misiones militares en la historia de México: buscar los restos de un cadáver con 129 años de antigüedad… Eso es tenerlos muy azules.
Total, si no rescatan los huesos de los mineros de Pasta de Conchos o “El Pinabete” –ya no digamos hallan a los 60 mil o más desaparecidos recientes–, no importa, ninguno de ellos ha merecido un libro de nuestro Heródoto. Para eso vamos desde mañana en busca de las lascas de don Catarino.
Obviamente no van a encontrar nada, ni siquiera fragmentos minúsculos como los del Río San Juan con cuya evidencia fueron identificados en Austria algunos de los 43 de Iguala. No. Aquí se trata de un montaje estilo Eulalia Guzmán cuyo fraude de Ixcateopan, por cierto, cumple ya cien años en 2025. Ni siquiera hay ADN para comparar.
La salida del grupo investigador fue autorizada, para vergüenza de la República, por el Senado, cuyo dictamen consagra el derecho feliz de perder el tiempo y tirar el dinero en caprichos personales del Ejecutivo y su bien conocida asesora en historia.
Cuando en 2016 Raquel Sosa (otra cumbre cultural de nuestros tiempos) presentó el libro de AMLO en el Monumento a la Revolución, escogió este párrafo para su elogiosa pieza introductoria:
“…si arrojarle el guante en buena lid al tirano más temible en la América Latina es un crimen, yo quiero ser criminal. Si al que defiende las leyes democráticas, al que proclama las libertades de un pueblo y al que abandona intereses, tranquilidad y familia se le llama bandido, yo quiero ser bandido, antes que abyecto honrado… (CG)”
Así pensaba Don Cata.
Y ahora a unos días del miércoles de ceniza los militares mexicanos se convierten en expedicionarios casi arqueólogos y van en busca de un cadáver o cuanto de él haya respetado el siglo transcurrido.
Todo está muy bien, pero en el aire flotan preguntas sin respuesta:
¿Para qué? ¿No deberíamos más ocuparnos en encontrar a los vivos y olvidarnos mientras de los muertos sin mérito?