La tarde nos había prometido un inusitado mole con espíritu de nueces y una copa rebosante de helado de cremoso mamey, mientras el aire nos regalaba la luminosidad del valle desde la serranía de Milpa Alta. Como todos los Viernes Santos, nos habíamos reunido a comer en una tradición últimamente interrumpida.
Antes de la mesa fuimos a la iglesia de San Pedro Atocpan. Los cofrades de cada año representaban la pasión del nazareno. Todos miraban con respeto a los falsos centuriones, algunos de los cuales ni siquiera se habían quitado el reloj, pero refulgían con el brillo de cartón de sus corazas y sus yelmos empenachados de crines escarlata.
Un joven llevaba una cuerda bruta en la mano y con ella empujaba a golpes y gritos al “Hijo del Hombre”. La multitud observaba reverente. El fervor de los actores se iba metiendo en la representación con peligrosos ribetes de realismo. ¡Zas!, ¡zas!, sonaba el mecatazo en la espada de Jesús, quien sin alzar la vista del empedrado nada más bufaba después del chasquido de la reata en su sayo y su pellejo.
Uno y otro, y otro más, los golpes iban en aumento cuando de pronto el fervoroso silencio fue interrumpido por una exclamación norteña y rotunda, soltada sin más, sin condena ni precaución, sin ánimo de molestar a nadie pero con los tonos operáticos de quien está a acostumbrado a darle gusto a la garganta:
—Mira, ¡que chinga le están poniendo a este pobre!
Todos miraron hacia donde estaba con el poeta, ensayista, novelista, cantante de ópera, gastrónomo y gran viajero, Carlos Montemayor, quien con su chihuahuense franqueza había consignado el meritorio y extremo realismo de la representación. Como pudimos nos evadimos de las miradas y los posibles reproches. No vimos el resto de la pasión, pero las delicias de la mesa nos fueron brindadas sin reparar, quizá por no saberlo, en la aparente herejía de la denuncia a gritos.
—Pero, ¿viste?, le estaba dando en serio…
Hace apenas unos días el gobierno de la república les entregó a Carlos Montemayor y a Hugo Hiriart sus premios nacionales de Artes, lo cual me llenó de gusto, pues ambos son, además de admirados escritores, amigos muy queridos. Muchas cosas me acercan a Hugo, pero de ellas hablaré en otra ocasión. Por ahora, sólo quiero mencionar cuáles son para mi los elementos especiales del reconocimiento a Carlos Montemayor, quien es cualquier cosa menos un intelectual cómodo para un gobierno como éste.
Haberlo premiado habla del buen tino para reconocer los méritos de alguien cuya actitud crítica en otras ocasiones habría sido motivo de ninguneo o disimulo ante el peso de su talento en la conformación de la cultura mexicana contemporánea.
Montemayor es en el mejor de los casos y con toda la carga equívoca de etiquetar las condiciones de un pensador y artista, un polígrafo. Así se les dice a los intelectuales indefinibles por una sola de sus facetas. Es el caso de Alfonso Reyes, por ejemplo.
Carlos no ha abarcado, hasta donde yo sé, la dramaturgia, pero es traductor, ensayista político, profesor, historiador, cantante, pianista, conservador de las lenguas indígenas, enólogo y melómano. Debe ser otras muchas cosas más, pero no es esta nota una biografía de bolsillo, sino un apunte de su importancia política en el México contemporáneo.
Este infatigable escritor ha dedicado buena parte de su labor reciente a la recuperación de la historia de los movimientos armados de la segunda mitad del siglo XX. No en el sentido de la sola denuncia por la “Guerra sucia”, sino además como un intento de reconstrucción de aquellas realidades y aquellos hombres y mujeres.
Sus libros La Guerra en el paraíso y el recuento de los hechos del asalto al cuartel de Madera, Chihuahua, contenido en Las armas del alba, son obras indispensables —en una sólida mezcla de novela y reportaje— para quien quiera comprender un poco más las cosas de aquellos años.
Pero Montemayor es un hombre comprometido. No con una causa, no con un partido; tampoco con una doctrina. El suyo es el compromiso con la inteligencia, con la urgente necesidad de saber y divulgar. Es un hombre sin pudor social, sin temor a decir cuánto siente, cuánto piensa o cuánto se indigna.
Montemayor puede escribir con la misma pluma y la misma inteligencia cualquiera de estas líneas:
“No hay entre nosotros una conciencia institucional en ejercicio del poder. La corrupción se encubre al igual que gran parte de la toma cupular de las decisiones económicas, políticas o militares. Los mexicanos debemos comprender que las tareas de gobierno, en todos niveles, no pueden ser vistas como patrimonio personal de nadie…”.
O:
“¿Por qué parece más inmenso el cielo, si no hay luna?
“La oscuridad cubre árboles, senderos, colinas.
“Pareciera que el mundo está ocupado ahí, en la oscuridad.
“Que el mundo ahí prepara algo más.
“¿Por qué ahora parece más inmenso el silencio?”