La esperada definición de Marcelo Ebrard sobre la fracasada respuesta a sus peticiones de equidad, cuyo comienzo fue la exigencia del piso parejo para competir y después la reposición de un proceso disparejo en el cual perdió todo  (según él mismo denunció), terminó con una explicación fuera de toda lógica aun en el distorsionado mundo de la mentira política: me quedo porque me han prometido un trato digno y un espacio, desde el cual podré preparar mi candidatura presidencial.

Me prometieron un trato digno (después de la indignidad) y el reconocimiento de mi condición de segunda fuerza dentro de Morena: Como si el partido fuera un parlamento y no una cofradía dominada por la voluntad papal.

Y no, Marcelo no es la segunda fuerza dentro de Morena, cuando mucho –y aquí hago paráfrasis de Ayrton Senna–, es la primera debilidad. El segundo lugar — dijo el brasileño– es el primer puesto de los perdedores. Esa actitud recuerda la conducta de la mujer golpeada: la próxima vez que me pegues, me voy con mi mamá.

También esa forma nos remite a los lejanos años de 1973 cuando Nikls Bejerot, un psiquiatra sueco, definió como síndrome de Estocolmo el conjunto de rasgos psicóticos por los cuales una persona privada de su libertad (un secuestro, una toma de rehenes, un chantaje político, una relación violenta o como sea), termina abdicando de su dignidad y se pone del lado del agresor, del captor o del abusador, a quien le entrega devoción y afecto.

Hoy estamos viendo un doble caso de esa expresión sicótica: Claudia Sheinbaum –otra dominada–, no tiene capacidad para imponer a su candidato al gobierno de la ciudad de México y la arrollan los dictados en favor de Clara Brugada, por las buenas y por las malas, pero apenas tiene capacidad e instrucciones para devolver al insumiso extraviado en el lomerío de las encuestas.

Ebrard no negoció nada con Sheinbaum, ni para él ni para sus seguidores (si fuera tantos y tan significativos, ya se habrían rebelado), en todo caso recibió a través de ella, las instrucciones y el ultimátum del jefe. Esto o el peligroso destino de graves revelaciones.

En ese juego de espejos no tuvo ni siquiera la suficiente debilidad para ocupar el sitio del fosforescente candidato presidencial de Dante Delgado.

Sin embargo, la psicología humana es sorprendente. Cuando no se puede dar una explicación, se recurre a la autojustificación y la fantasía. El futuro todavía no es una decepción ni un fracaso. La fantasía endulza la frustración.

A la otra me toca a mí.

Y en ese terreno todos somos perfectos e invulnerables. Cuando alguien trata de explicar sus errores o sus fallas de carácter, siempre incurre en la autocomplacencia.

Como decía Santiago Ramírez, ese gran analista de la conducta cuyas investigaciones ayudaron a definir la psicología de los mexicanos y sus resortes emocionales: frente a nuestras motivaciones todos somos perfectos.

Podríamos citar a Ramírez, si ya andamos en esos vericuetos: la conducta es una forma de establecer transacciones inconscientes, ha dicho. Y la mala posición,  la sumisión, el sometimiento, siempre nos llevan a malas transacciones. Negociar desde la derrota, en condiciones de inferioridad (personal o coyuntural), no es negociar; es suplicar, resignarse bajo el comodino consuelo de lo aparecido entre lo perdido.

Si Marcelo Ebrard cree sinceramente en sus oportunidades para el periodo post sexenal cuando este ni siquiera ha llegado a su fin y faltan los siete años por venir, comete un error de salida. No por la anticipación, sino por su renuencia al aprendizaje.

Mientras viva y mande quien le ha dado la espalda tantas veces y lo ha utilizado y desechado cada y cuando ha querido, no tendrá una nueva verdadera oportunidad. Si él quiere creer el engaño, es asunto suyo.

Podrá ser embajador en Suecia. Al fin, ya padece el síndrome de Estocolmo.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona