Por una razón o por otra.

Muchas veces, las más es cierto, sin motivos lógicos, pero con factores visibles, esta es una ciudad cada vez más difícil, menos habitable, con menor calidad diría un pesimista de tiempo completo.

Hay, indudablemente, causas profundas, estructurales. Fallas de planeación y problemas sociales, falta de trabajo, violencia, delincuencia protegida; mala policía, inseguridad, pésimo transporte público, agobios para todos, burocracia, mexicanos, muchos mexicanos. En fin.

Pero hay además complicaciones derivadas de la estupidez o la simple codicia, del ánimo usurero de ganar y ganar sin importar nada más. Y si a eso se agregan las modas idiotas, tenemos un catálogo de estupideces como para espantar al más valiente. Ya no le hablo de las trincheras estilo Verdun de la Comisión Federal de Electricidad abiertas sin ton ni son.

Por ejemplo, ¿no le parece a usted imbécil cómo los policías del señor secretario de Seguridad Pública angostan las avenidas (¿quien habrá ganado el contrato de los tambos naranja y las vallas azules?), cierran los accesos  y ponen  a policías sin  criterio a operar los semáforos con la consecuente formación de nudos tan gordianos como no los hubiera tolerado el mismo Alejandro Magno? El razonamiento, si razonar mal es a fin de cuentas pensar, es muy simple: cierren el Viaducto porque a esta hora tiene muchos automóviles. Mándenlos por otras avenidas o las laterales para extender el congestionamiento.

Otra manera de pensar es igual de errónea: hagan más angostas las calles congestionadas para formar carriles (vacíos) de ciclistas inexistentes. Dos o tres pedalistas por cuadra.

Pero no sólo es con los automovilistas con quienes se ensaña la mendacidad cuya mayúscula expresión se mide ahora en los “Verificentros” No se había visto semejante “oso” en mucho tiempo. La comisión de la Megalópolis es una Megaestupidez, útil sólo para hacer el Megaridículo.

Pero dejemos eso. Veamos otros ejemplos de la anencefalia capitalina.

La falta de refacciones hace frecuente la descompostura de los trolebuses cretácicos, por ejemplo en el Eje Central. Y entonces se bajan los cables de la catenaria y se agolpa en pasaje en la banqueta hasta la aparición de otro vejestorio y una grúa cuya potencia permita remolcar la carcacha hasta Tetepilco. ¿Resultado? Ninguno. Mañana otra vez.

Los centros comerciales, tan en boga ahora en su versión renovada, ampliada y perfeccionada de “Plazas Comerciales” han desbaratado barrios enteros de la ciudad. En la mira está hoy San Ángel.

Los arquitectos planean accesos y salidas. Los burócratas los cierran, como en San Jerónimo, por caso o en la Comercial Mexicana de Patriotismo. Para salir se deben dar vueltas igual como cuando se quiere entrar. ¿Por qué? Por simple ahorro, para no poner en funcionamiento otro cajero.

Pero si trabajan todos automatizados con boletos pagados antes de salir, dice cualquier usuario. ¡Ah!; pues resultan inútiles. Donde había seis accesos sólo quedan cuatro.

Este caso se repite en los bancos.

Flamantes y limpiecitas las sucursales abren sus puertas.  Al fondo se ven 10 cajas. Lindas ellas. Pero sólo en dos hay servicio. Mientras comen papitas las empleadas llaman de uno en uno a los poseedores de un  turno seleccionado por otras azafatas quienes en la puerta preguntan la razón del trámite del ilustre cliente a quien se trata después con la punta del choclo.

Y ese es el mismo caso de los supermercados. Si hay veinte cajas solamente dos o tres funcionan. Las colas crecen como mala reputación de político infame.

Pero hay más cosas para vivir toda la vida bajo presión. Presión innecesaria.

Con diez pesos y una caja vacía de cereal cualquiera paga una motoneta tipo scooter o Vespa. El resultado, un enjambre de ruidosos “motorinos”, como los llaman en Roma, cuyos tripulantes ignoran aquella sabía regla de no rebasar por la derecha (por la izquierda en Londres) y se creen dueños del estrecho pasadizo entre los autos estacionados y aquellos en circulación. Son junto con los ciclistas una más de las plagas imprudentes de la ciudad. Y liego se quejan cuando alguien les cierra el paso.

Y hay más: los mercados sobre ruedas, los tianguis, los puestos de todo dificultan la circulación hasta por las aceras.

En esta ciudad los automóviles no pueden circular por las calles y los peatones no pueden caminar por las banquetas.

Pronto vamos a ser la ciudad más quieta del mundo. Habremos perdido toda movilidad.

Otro día podríamos dedicarle más espacio a las escuelas y la falta de bahías para subir y bajar a los niños quienes son –como se sabe– el futuro de México, pero mientras alguien los debe llevar a la escuela y son  precisamente sus mamacitas lindas, quienes a bordo de enormes camionetas como de narco, estorban en doble y triple fila porque nadie quiere aquí caminar una cuadra: todo debe ser en la puerta misma del sitio a donde quiere ir.

Y además la “conciencia” política nos invade. Manifestaciones por una o por otra causa o pretexto, pero vivir aquí es cada día más complicado, menos gratificante, más complejo.

Pero, a ver, ¿quién se quiere ir a Irapuato o a Moroleón?

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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