Me acabo de dar cuenta, hermano, de cuántas cosas hiciste por mí, de verdad, y también me arrepiento ahora de nunca haberte escrito otra carta, pero eso es insignificante porque a pesar de nuestros mutuos y muchos viajes, entre la adolescencia y la vejez, jamás cultivamos el cada vez menos frecuente arte de la epístola, lo cual queda maravillosamente sustituido por las tabletas y los correos electrónicos y ese espacio mundial llamada wasap, o como se quiera escribir, pero no es eso el motivo de mis letras desordenadas y tristes, porque ahora resulta sin importancia cualquier cosa frente al hecho tremendo, irrebatible, irreparable de tu muerte, sí, muerte dije y escribí como si se tratara de un episodio más en nuestras vidas y eso no es verdad de ninguna manera, porque tu y yo hace apenas unos días estábamos hablando y pensando en los días de diciembre y las cálidas playas de Acapulco para buscar ahí un alivio a tu condición respiratoria, porque me dijiste, estoy “short of breath” y con esa frase (hija de tus afanes de espléndido traductor), sintetizabas tu escasa capacidad pulmonar asociada a los demás quebrantos de tu salud, pero nuestras pláticas, así hayan sido al final solamente por el teléfono, nos hacían pasar pronto por alto todas esas cosas y nos regresaban a los parloteos desordenados de quienes nada necesitan decirse porque se han dicho todo a lo largo de sesenta años de amistad sin fisuras; quizá con pausas, pero sin desafectos, sin desapegos, por eso ahora leo y releo tus dedicatorias en los muchos libros cuya vida conocí desde antes de verlos publicados, porque tú y yo tuvimos muchos episodios hermosos en unas vidas cercanas, como habría dicho Nicolás Guillén, desde la infancia y aun antes, por la relación de tu padre y mi abuelo, muchos años atrás, y ahora es tiempo para recordar juntos, porque yo no sé si la memoria se va con la vida o quien parte se lleva consigo los recuerdos de una vida entera y en otra dimensión, en otro mundo o en otro no mundo, como sea, pueda sacar esas hebras de pensamiento terrenal y con ellas tejer la otra mortaja, no lo se, pero a mí nadie me quita aquel verbo inventado por nosotros al alimón, como toreaban los antiguos sevillanos; juntos, el verbo “lopezvelardear”, cuya materia consiste en hallar los significados ocultos en la ramazón de los poemas; explicar el sentido –por ejemplo—de esos versos crípticos en los cuales dice LV: Antes de que deserten mis hormigas, Amada, déjalas caminar camino de tu boca, y como éramos jóvenes e irrespetuosos, sugeríamos tanta cachondería, tanto erótico denuedo, tan microscópicas como veíamos a las hormigas seminales, camino de imaginarias bocas, ciertamente ignorantes del ejemplo zacatecano, cosa, además sencillas, íbamos al estadio veíamos partidos interminables del aburrimiento necaxista o del “Aclante” y cuando había tiempo y un poco de dinero, nos marchámanos a los balnearios de la carretera de Puebla y nadábamos felices y torpes en las heladas aguas de una alberca mohosa, con resonancias napoleónicas: balneario Elba, ¿te acuerdas? o lo mejor no, porque yo no sé si cuando uno están muerto los demás están presentes cómo tú en la mente interminable de ellos, lo cual me parecería muy sensato, equilibrado y parejo; yo te recuerdo y te pienso y te digo ahora, por escrito, lo mismo de tantas otras veces, gracias, David por tu amistad y tus libros y tus poemas y tu sencillez y por los miles de tragos de nuestra juventud y por otras cosas ahora privadas, nuestras, ocultas en el misterio cifrado y revelado, porque ahora, por ti repito aquello de Quevedo: nadar sabe mi llama el agua fría, y ya sabemos, la llama ha sido nuestra amistad, inmune a los rigores del agua helada de la muerte.
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