Hoy no queda sino recordar. Todos tenemos, especialmente quienes trabajamos en la observación política cotidiana, un episodio, o varios, con Elba Esther. Estos son algunos momentos.
La tarde del 19 de enero de 1998 un grupo de invitados del cardenal Norberto Rivera Carrera, quienes lo habían acompañado a su creación cardenalicia –parte de ese selecto grupo cuyo cónclave de estos días decidirá quién es el nuevo Papa–, recibió una invitación para comer en “el cuartel” general de los Legionarios de Cristo en la ciudad de Roma.
Yo perseguía desde hacía varias semanas, una entrevista con “el padre Maciel” quien me sacaba la vuelta; me daba falsas esperanzas y en el mejor de los casos me dejaba hablando con el padre Corcuera quien a la postre sería su efímero sucesor.
La comida fue suntuosa y mayúscula.
En la mesa principal, colocada sobre una tarima al fondo del salón, con las demás mesas colocadas abajo, transversalmente, como un peine, estaban sentados Girolamo Prigione, el constructor de la nueva arquitectura jurídica de la iglesia en México; el ya dicho Marcial Maciel; los padres del cardenal Norberto orgullosos con su hijo, el cardenal Juan Sandoval (si la memoria no me falla) y algunas otras personas extraviadas en el olvido.
Cuando llegué a mi lugar me dediqué a observar el edificio, los arreglos de flores, el mármol del fondo, los jardines.
De pronto un ayudante me pidió mover mi silla. ¿Me permite?, escuché una voz femenina.
Cuando voltee la cabeza me topé de manos a boca con Elba Esther Gordillo quien acababa de llegar, según me dijo, a Roma, en una improvisada escala durante sus vacaciones por Italia.
–Maestra, mucho gusto; ¿cómo está?
–Estos de vacaciones, pero me enteré y quise venir a saludar al cardenal. Y aquí me tiene. Estos recorriendo Italia por carretera, me dijo mientras miraba al joven ayudante de pié a un lado suyo.
Hablamos de algunas naderías y de pronto me dijo, ¿permítame un momento? La vi salir apresuradamente. Tres minutos después, como si se tratara de un acto de escapismo bien logrado, la maestra ya estaba sentada junto al cardenal en la mesa superior.
A la salida nos volvimos a encontrar en el estacionamiento. Yo viajaba en el auto de Chema Guardia. Elba repartía saludos, abrazos y besos en las mejillas de todo aquel cuya cercanía se lo permitía.
Yo me quedé cavilando sobre la paradoja de la dirigente del magisterio nacional, en un país legalmente obligado al laicismo, en abierta camaradería con la peor parte de la iglesia cuya educación confesional se opone, al menos en esencia, a la enseñanza popular, gratuita y laica de nuestro país.
–No te debería extrañar, me dijo un amigo. La única ideología de los poderes fácticos (los sindicatos y las iglesias lo son claramente) es el dinero y en él se hermanan y se reconocen.
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En la mesa de la esquina de la cafetería del Hotel Presidente Chapultepec, Elba Esther Gordillo mira por encima de los aros de sus anteojos colocados en la punta de la nariz.
A su mesa no acudieron esa mañana ni Coco Chanel ni Yves Sain Laurent. Apenas pudo convidar a los hermanos Adidas. Lleva unos horribles y guangos “pants” de indefinible color pardo.
–¿Hola, maestra, cómo está?
–Aquí, aguantando los “madrazos”.
Un par de días antes, en el desaparecido restaurante Passy de la ciudad de México, entraban Roberto Madrazo y Elba Esther. El poder priista en pleno. Presidente y secretaría general. Todo era armonía.
–Aquí, bromeaba Madrazo, ya ves cómo me trae la maestra. Y ella sonreía.
–Cuidado, Roberto, la maestra nunca frena en las rectas y siempre acelera en las curvas.
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Este redactor tenía hace tiempo en otro diario, una columna llamada “El zoológico de cristal”. El animalerío de la política nacional hacia sencillas las alegorías y los ejemplos. Los “grillos”, la caballada flaca o gorda, los corderos, los Fox, la Marta; palabras con semejanza en el mundo de los semovientes.
Hubo un momento para definir a Elba y su ferocidad. No hallé otra especie y escribí de ella como una piraña furiosa.
A los pocos días un mensajero llegó a mi casa con una caja y una tarjeta de ella. Su nombre nada más. Dentro de la caja una bellísima pieza de cristal Swarowski con un pez beta de ondulante cola transparente. Una pieza de extraño buen gusto en ese mundo de cursilerías de esa fábrica de adornos.
Y junto, un cinturón de fina piel de cocodrilo.