Vestigio o reminiscencia del México provinciano y paternalista nunca desaparecido del todo, la ley seca ha sido aplicada en nuestro país, por distintos motivos, casi siempre como forma de contención de los ánimos estimulados por la ingesta de bebidas espirituosas y la natural vocación nacional para la pendencia, el pleito, la bravata y el posterior arrepentimiento.
Por eso, cuando hay ocasiones cívico electorales, por ejemplo, se restringe la venta de bebidas y desde los tiempos del general Lázaro Cárdenas se dispuso el tradicional cierre dominical de las cantinas, tabernas, “pulcatas” y expendios chinchaleros porque los trabajadores se gastaban la raya sabatina sin darle oportunidad al sustento familiar.
Tiempos hubo en los cuales la virtud femenina se protegía de todo posible riesgo etílico mediante la expresa prohibición del acceso femenino a las cantinas. Ya lo dijo Jardiel Poncela: la virtud de las mujeres sólo se disuelve en alcohol o en dinero.
No fue sino hasta tiempos de Carlos Hank cuando se echó abajo tan notable forma de discriminación etílica y se les permitió a las mujeres la entrada a cualquier cantina, lo cual obligó a obras de remodelación y fontanería, pues no contaban con servicios sanitarios, y muchos de ellos, los urinarios de lámina, con chorreantes tubos de agua y bloques de hielo, estaban a veces a la vista de los parroquianos. Luego desaparecieron las cantinas
Muchas feministas se dijeron vencedoras en tan singular conquista del espacio y fue uno de los primeros pasos visibles en la reivindicación de sus derechos. Todo por el alcohol o por la libertad de decidir a dónde entrar y a dónde querer ir.
“Ley seca” cuando hay elecciones o cuando viene el Papa, como se dispuso en tiempos de López Portillo. “Ley seca” en la Semana Santa de Iztapalapa , para evitar crímenes como aquel cuyo relato de Mauricio Magdaleno forma uno de los principales cuentos de su libro “El ardiente verano”, en el cual un matarife perfora de lado a lado al amante de su mujer. Alcohol y celos.
Y así, para evitar las malas conductas en ocasiones propicias para el desbordamiento de los ánimos, la venta de alcohol se restringe, pero con la suficiente anticipación y excepciones como para darles a los consumidores tiempo suficiente par el aprovisionamiento oportuno de los espíritus de su elección cuyo consumo puede causar la muerte, en especial si se trata de botellas carísimas por las cuales los salvajes pueden matar a un empresarios francés experto en la distribución de bebidas de alta calidad.
Hoy el consumo de alcohol se ha asociado con la insana distancia, pues la gente se reúne en fiestas, bailongos y pachangas, conducta gregaria cuya inhibición se logra fácilmente si se le retira la invitación a Don Baco.
En el país de las contradicciones se prohíbe comprar una cerveza (aunque no contenga alcohol), pero se estimula el consumo de la mariguana aboliendo la prohibición tan antigua. El prohibicionismo dicen los adoradores del cannabis, sólo ha producido violencia, la libertad del consumo, quizá produzca somnolencia. Y a veces ni eso.
Pero este es el país de origen del absurdo. El uso del cubrebocas se ha convertido en un tema ideológico. Ya llegó hasta el rapapolvos de la OMS.
A nadie se obliga a nada; dice nuestro Presidente orgulloso del grado cívico, educativo y cultural (¿?) del pueblo. Pero a ese mismo pueblo elogiado por su capacidad de decidir, se le prohíbe beber tequila en los tiempos de la pandemia. Se cierran piqueras y tabernas.
A nadie se multa si camina sin cubrebocas, pero sí se le castiga cuando viaja sin usar el cinturón de seguridad en un auto.
¿Por qué el cinturón es obligatorio y la mascarilla no? ¿Por qué a un motociclista se le obliga a ponerse un casco protector y no se compele a quien respira sobre la conveniencia del tapaboca sanitario?
Porque así lo pensó un burócrata. Y perdóneme el oxímoron, Cuando se dice pensamiento burocrático, se ofende al pensamiento.
La jefa de Gobierno, cuyo daltonismo no se atreve a reconocer el rojo y lo pinta de naranja limítrofe para complacer a su jefe político, nos promete nunca aplicar el “toque de queda” para frenar la movilidad y los contagios (estado de sitio, le llamó con equívoca elocuencia), pero sí permite la restricción de las bebidas, como si en lugar de combatir la pandemia respiratoria tuviéramos una cruzada contra la cirrosis o el delirio tremendo.
Lo dicho, provincianismo infantil.