Lo dice la escritura en el Antiguo Testamento: diez plagas asolaron Egipto.

Pero los diarios y noticiarios de la Ciudad de México nos recuerdan cada día las desgracias bajo nuestro cielo. No se vuelven sangre las aguas de la capital, ni llueven ranas, ni mueren los primogénitos.

Sin embargo no estamos exentos de piojos, moscas o podredumbre. La epidemia de sarpullido en el limo del Nilo, nos la han cambiado por otras infecciones y los mosquitos del Sika serían un  equivalente igual de pernicioso a las langostas sobre las tierras del Faraón.

Sin embargo hay plagas sobre la ciudad. Muchas.

Yo quiero enumerar algunas. Desde ahora se del descontento de este listado y si hay alguna queja yo quisiera comedidamente solicitarla en este correo, sin molestias paralelas para mi mamá quien ni escribe la columna ni mora en este mundo. Así pues, valdría la pena dejarla en paz.

La primera plaga es, indudablemente el automóvil. No tanto por su estorbosa presencia y su necesaria circulación (lo cual ya lo hace una molestia cotidiana) sino por las desgracias derivadas de poseer uno de estos vehículos, lo cual le da origen a otros males adyacentes.

Por ejemplo la tramitología asociada: seguros, “mordelones” (ahora desatados), verificaciones, baches, agujeros, hoyancos, taludes, cráteres; calcomanías de frecuencia en la suspensión circulatoria (ahora abatidas temporalmente para emparejar a rabones y coludos); emplazamientos frecuentes al cambios de tarjeta de circulación, placas y “revistas”; reglamentos incomprensibles y demás. Una plaga, pues.

Otra desgracia son los microbuses, combis, similares y conexos. No hay lugar en el mundo, al menos en el mundo conocido por este redactor, donde haya un  transporte de tan mala calidad. Y eso incluye a Nueva Dehli, El Cairo, Xiang, Cochabamba y Tegucigalpa. Por no mencionar Acaponeta.

Resulta increíble la modernidad de algunas cosas y el primitivo diseño y ensamblaje de esos armatostes incómodos, repletos, sucios y arcaicos. Y para acabarla con la música del “Julión” a todo tímpano.

Otra plaga urbana son los motociclistas.

Repartidores de pizzas o simples usuarios del biciclo motorizado. Cuando no son escandalosos adolescentes perpetuos arriba de la Harley (¿dónde andas Peter Fonda?), son zigzagueantes y desafiantes conductores de “sccoters” y motos de supermercado para quienes no hay más camino sino el suyo. Una lata.

No es posible tampoco dejar de lado a los ciclistas cuya buena prensa (nada tan poderoso como la moda y el esnobismo) los ha convertido en los redentores de la modernidad urbana. Investidos de los poderes de su no contaminante condición, se creen dueños de todo, poseedores del derecho universal de circular sin reglas ni cuidado, nada más por su ejemplar condición de atletas de la cotidianeidad. Por ellos se angostan calles y se confinan carriles. La congestión generada por estas disminuciones se convierte automáticamente en contaminación. Mas caro el remedio.

Para ellos se hacen “ciclopistas” desiertas e insuficientes, mal proyectadas y peor ejecutadas, como esas rampas enjauladas en la paralela del Periférico, y en su nombre se hacen programas sociales como la “Ecobici” cuyo carácter complementario no ha sido debidamente comprendido.

Circulan como quieren por donde  quieren (banquetas incluidas);  sin luces, sin respeto al sentido de calles y avenidas y siempre con una actitud jactanciosa cuyo fin, por desgracia, es a veces una “bici fantasma” (esto es un amasijo de tubos y varillas colgado de un  poste en memoria de un accidente fatal).

No basta colocarse un casco de relativa resistencia. Valdría la pena comprender y no salir de noche, en cualquier esquina en sentido contrario como una saeta desafiante cuyo conductor siempre es diestro en mostrar el dedo medio cuando alguien le suena un bocinazo.

Otra plaga son los limpiadores de parabrisas en las esquinas más concurridas de la ciudad. Dotados de jergas sucias y trapos mugrientos, con “mechudos” grasosos de evidente cochambre, “piden piso”  a quien pasa por ahí. Son como los “Ayotzipapos” en la carretera de Acapulco. Menos beligerantes, pero en el fondo, cobradores del derecho de paso o de semáforo.

Una calamidad más son los autos de escoltas y guaruras y los blindados del acarreo de valores. Son temibles por su grosería infinita y su creencia de ser amos de todo sendero urbano. Son como Atila, pues por donde ellos ruedan nadie debería pasar.

Son tan temibles como las señoras de “narco-camioneta”. Ver a una de ellas de frente es imaginarse un tanque en Stalingrado. Todopoderosas desde la altura de su troca de trailero coahuilense, obligan  a medio mundo a quitarse de la ruta antes de ser víctima del “laminazo” abrumador.

Y hay más cosas, pero por ahora, dejemos así este dolido recuento.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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