Pancho Soto, el lenón más famoso en el México de los años recientes (fue dueño del King Kong entre otros 100 lupanares; precursor de los “table dance, lap dance y del sexo en vivo en la ciudad de México), era un hombre de apariencia sosegada. Abierta la camisa de seda chillona con estampados espantosos, fulgentes las pulseras de oro, enorme el Rolex con brillantes.
Hablaba en voz baja, con suaves modales y despachaba encima de un antro llamado “Atzimba” en la calle de Insurgentes Centro. A su despacho se llegaba por varios filtros de cabrones mal encarados, majaderos y naquísimos.
–¿Qué pasó, mi periodista, qué haciendo por acá?
–“Nada, Pancho, te vine a saludar.”
Soto le había declarado la guerra en los años setenta a Carlos Hank González. “El profesor” había jurado meterlo a la cárcel, cosa lograda a fin de cuentas por los métodos más simples: la evasión fiscal de los negocios “limpios”. De la explotación de mil 500 o 2 mil mujeres en sus congales, nunca hubo camino para procesarlo. Ni una sola denuncia por lenocinio. Ni una por “trata”.
Soto explicaba así su forma de trabajo:
–Las mujeres mejor cuidadas de esta ciudad trabajan conmigo. Aquí se les respeta, se les cuida, se les quiere. Todos somos como una gran familia. Y aquí, si algún ojete se quiere pasar con una de las muchachas, ellas saben cómo cuidarse: vienen conmigo y yo pongo el remedio. Aquí a todas se les respeta, se les trata bien.
¿O no, “mija”?; dile al periodista, dile, mi amor”.
Y mi amor –una morena exuberante con falda minúscula y blusa sin botones–, decía, no pus si Pancho, así es, tu nos cuidas.
–Mire, periodista.
¿Usted cree que alguien cuida a una cajera en un banco? Si el gerente quiere algo con ella pus nomás le inventa un desfalco, una falta en una cuenta; un dinero desaparecido en su reporte y ya la tiene como quiera, ¿no?, si no te pones, mi reina, te clavo con la “procu”.
“Hasta a las muchachas del súper, si quieren, se las atoran con el manejo de la lana. Aquí no, aquí las chicas saben cómo va la cosa, derecha, derecha. Y siempre van a encontrar quien las cuide. A mis compañeras, de veras, se les respeta. ¿O no, “mija”?
–Si Pancho, dice la “mija” con las uñas decoradas y el maquillaje viejo.
Hoy aquellas palabras de Soto, viene a la memoria por los abundantes casos recientemente denunciados en todas partes del mundo contra los acosadores. Quienes han culminado sus empeños y quienes no.
En cada lugar hay un señor Weinstein. En las estaciones de televisión, en los periódicos y en las oficinas públicas; en las curadurías de los museos y las galerías; en las orquestas sinfónicas, en el deporte, en las escuelas, en las iglesias, en las prisiones.
Hace años un conocido mío, de infinita mediocridad profesional, grilló y grilló en una campaña electoral y consiguió finalmente un vil “hueso”. Jefe de Personal (Dirección de Recursos Humanos, le dicen) en una delegación del entonces DDF.
–Es una maravilla esta chamba, me decía.
“Hoy tengo controladas a seis de las mejores secretarias de la delegación. A una ya hasta la promoví como “Miss” para el concurso de la belleza México. Yo las subo o las bajo como me convenga, les consigo compensaciones, las promuevo o las destituyo. Si no me gustan les pido la mitad del salario aumentado o del “bono”. O no hay aumento. A las bonitas, pues pasan al pizarrón. Puedo hacer lo que quiera. El delegado ya me dijo, nomás no te pases y si te pasas, me invitas. Es un cabrón a toda madre.
“De ves en cuando organizó fiestas disfrazadas de cursos de capacitación. Rentamos un salón en Cuernavaca y un par de suites. Los invito a todos, bueno, a los del círculo cercano. En la mañana una conferencia y en las tardes, un rollo de cualquier pendejada y por la noche, órale mis nenas, a desquitar y a chupar, que el mundo se va acabar. Es una chamba a toda madre. Cuando quieras te invito”.
Hoy lo mismo se denuncia para otra clase de empleos.
Obviamente los “castings”, las “audiciones” y la dispensa de favores a cambio de oportunidades. No sólo en las artes escénicas” como el teatro o la pantalla (grande o chica) sino en los noticiarios; las emisiones radiofónicas y hasta las plazas en medios de comunicación.
El diezmo de la carne. Y las siempre presentes madrecitas “Borinquen” empujando a sus hijas.
¿Dónde comienza el acoso y dónde termina? Eso nada más lo sabe quien lo sufre.
Ahora resulta fácil denunciar, pero muchas veces las denuncias se hacen muchos años después. En el momento, el miedo puede más. ¿Pudor?, ¿vergüenza? o simple aceptación de lo ocurrido.
No lo se, desconozco la sicología de quien ha sufrido el abuso hasta llegar a ese incomprensible punto llamado “Síndrome de Estocolmo”, el cual vi manifestarse en las fiestas del Oscar, cuando tantas mujeres de rotunda belleza le agradecían al señor Weinstein haberlas incluido en sus películas.
Eso ocurre cuando la víctima autopunitiva se vuelve cómplice de sus monstruos.