La verdad era linda como sólo se puede ser cuando apenas refrescan los pétalos de la juventud.

Hermosa la miraban cuando descendía del autobús escolar a la media tarde mientras cruzaba un parque de árboles muy jóvenes, tan gráciles y simples como ella en el siempre concurrido camino hacia su casa.

Algunas tardes un muchacho del barrio la esperaba como si no la estuviera aguardando y solícito se aprestaba a ayudarle con la pesada mochila olorosa a cuero sepia .

De pronto, Casi sin percatarse nadie, los árboles del parque engrosaron, como las piernas de Lupita. A su esbelta figura comenzaron a llegar las redondeces de la adolescencia plena. La infancia desapareció como una tobillera y Lupita abrió las puertas de una vida juvenil impaciente y retadora.

Comenzó a darse cuenta del poder infinito de su sonrisa; supo tasar en monedas de interés y turbación sus coqueteos, aprendió el valor de una mirada y un reto, una barrera y una invitación. Las fiestas del fin de semana se volvieron su ámbito

–Hola, soy Daniel, le dijo un joven de buena planta. La miró con un desafío y ella respondió con la audacia de quien lleva de antemano perdida la partida. El hombre, quince años mayor, la hizo apropiarse de una falsa imagen de madurez y suficiencia.

Una de esas tardes Daniel la envolvió: tengo algo para ti, no se lo podría compartir a ninguna de tus amigas, ellas no son como tu, ellas valen poco, no tienen tu inteligencia, ni tu belleza, ni tu madurez, porque tu eres una mujer irrepetible, ¿quieres ir a mi casa?

–Toma, le dijo mientras en la habitación se esparcía oloroso el humo de la mariguana. Prueba, te vas a sentirte muy bien. Y no me digas no, eso sería para una niña boba, tu eres una mujer digna de nuevas experiencias, anda, prueba, prueba…

El humo seco invadió su cerebro temeroso. Los dedos húmedos, las palmas mojadas.

Lupita comenzó a sentirse plena, desinhibida, ligera. Cuando se dio cuenta estaba desnuda y Daniel empujaba con violencia su cuerpo contra el suyo. Se resistió y las bofetadas la hicieron desistir. Del ensueño pasó al miedo y el grito.

–No te hagas, te encantó, dijo Daniel quien le advirtió: y ni se te ocurra acusarme con nadie, ¿cómo les vas a explicar todo esto si estabas bien «pasada»?

Al día siguiente dos policías la detuvieron cerca de su portal:

–Ni corras, chava; estas detenida, ¿de donde sacaste esto?, le decían mientras mostraban un ladrillo de mariguana empaquetada. Esto esta bien grueso o cooperas o vas al bote. Y tu no quieres ir a la cárcel, ¿verdad?, le dijo uno de ellos mientras pasaba la mano por sus muslos.

Sin chistar se fue con los policías. Días después, humillada y asustada apareció en su casa. Diferente para toda la vida.

De ahí en adelante todo sucedió con extrema velocidad. En un año Lupita aprendió a convivir con los consumidores y a vender droga para los policías a quienes les ofrecía sexo a cambio de “material”,

Sus experiencias sexuales (después de un aborto tan clandestino como la «cannabis») se realizaban con cualquiera del grupo o la “banda”. Daniel se beneficiaba en todos sentidos.

Vendía y transportaba, conoció los demás escalones de la adicción; probó y disfrutó el polvo de la coca, en la planta del pié Daniel le inyectaba heroína. A los 18 parecía una maltrecha mujer de 40.

Sus padres la llevaron a decenas de tratamientos pero siempre la droga jalaba por su cuenta. Una tarde la hallaron sin sentido en un prado del bosque de Chapultepec. Sobrevivió. Regresó a un Centro de Integración Juvenil y se escapó del tratamiento.

Tiempo después, Lupita murió en una riña en un “picadero”. Daniel falleció, poco después, en un patio del Reclusorio Oriente, desangrado por una «punta» en el hígado.

Lástima. A Lupita nadie le dijo eso de la mariguana lúdica y recreativa. Tampoco de su derecho humano de elegir el consumo.

Ella nunca leyó las resoluciones de la Suprema Corte de Justicia.

Ni falta le hizo.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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