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La madrugada del sábado una docena de personas, acusadas de graves delitos en Michoacán, fue puesta en libertad por la más simple de las razones: se les había acusado sin causa justificada. No obstante lo infundado de la causa, en medio de un despliegue mediático característico de la estrategia federal contra el delito (ganar la guerra en la TV y perderla en la calle) se les acusó y fotografió; se hizo escarnio de su militancia y su desempeño; se difundieron sus rostros como si fueran reos condenados, se les separó de los cargos de elección popular a mitad de su gestión y se les hizo una miseria el presente y sobre todo el futuro.

Y después de eso –derramado el tepache y probado el poco profesionalismo de los fiscales federales–, nadie les dio siquiera una palmada en la espalda. Ya no digamos restituirlos en sus cargos. Les pasaron por encima como a la soberanía del estado de Michoacán; los atropellaron y denigraron sin posibilidad de justicia posterior ni reparación del daño.

Este suceso, cuya naturaleza se repite con mucha frecuencia, llama la atención por varias razones.

La primera, por la falta de tino de quienes los señalaron y arrollaron. La segunda, por la debilidad procesal de los acusadores y, la tercera, por la impunidad oficial para destruir reputaciones y famas sin posibilidad alguna de redención social.

También es notable la “inexistencia” de este fenómeno de linchamiento impune para las observaciones de ceño fruncido de los organismos defensores de derechos humanos, cuya finalidad más bien parece una zapa contra el Ejército (me refiero a HRW y Amnistía Internacional) y no a la genuina defensa de quienes sufren agravios por el uso arbitrario e innecesario de la fuerza, pero también por procesos judiciales lesivos y calumniosos.

La calumnia, por frecuente desgracia, es repetidamente un arma de contienda política (revisemos el caso del alcalde de Culiacán, Jesús Vizcarra, estigmatizado por una fotografía colectiva de hace 25 años), lo cual ya resulta censurable, pero convertirla en una herramienta del poder político (con notable aliento al “fuego amigo”) resulta injustificable.

Hoy, la cacería de brujas necesita cualquier cosa menos hechiceras. Si no se tiene, se inventa. Ya no se necesitan narcos (basta decirles así). A veces la actitud nos recuerda aquellas frases de Vasili Grossman en su novela inmortal Vida y destino:

“El nacionalsocialismo habría creado un nuevo tipo de prisioneros políticos: los criminales que no habían cometido ningún crimen… se les acusaba de ser sospechosos de poderlo cometer”.

Y luego la vieja tradición del “usted perdone” o dispense usted, o nos equivocamos o “ahí muere, compa”. Esto no puede ser una constante en algo de tanta profundidad como la guerra sexenal contra la delincuencia en cualquiera de sus expresiones, al menos no cuando el ya dicho combate es la espina dorsal de un sexenio cuyos demás afanes también resultan altamente cuestionables.

Cuando no hay certeza política en las acciones públicas de justicia, se recurre a la estrategia de “sociedad quemada” como los americanos hacían en Vietnam (la tierra quemada) o como hizo Margarita, la extraviada hermana del ex presidente José López Portillo, cuando los funcionarios del cine mexicano desobedecieron algunos de sus caprichos: meterlos a todos a la cárcel para después ver cómo salían con la vida maltrecha.

Ese fue el caso de Bosco Arochi, Jorge Hernández Campos, Carlos Velo y algunos más. La inmoralidad vengativa en el nombre de la moral social; la irreflexiva costumbre del autoritarismo (hoy tan combatido en los discursos del pánico) conocida en México desde hace mucho tiempo como “agarrar parejo”. Parejo y sin sentido ni provecho.

OBDULIO. Fue Santa Obdulia (forma romanceada de Abdullah , siervo de Alá) una virgen martirizada en Toledo en el año IV de nuestra era. No hay muchos datos de la razón por la cual sufrió tal destino, pero resulta fácil imaginarlo: por defensa de la fe, por las virtudes de su conducta, por la limpieza de su ejemplo, por su devoción, su entrega al Señor; sus virtudes cristianas, etcétera. También hay un pueblecito veracruzano con ese nombre muy cerca de Tierra Blanca.

En su forma masculina le dio nombre a los Obdulios y entre ellos al más famoso de todos: Obdulio Ávila, quien después de perder la elección para jefe delegacional en Coyoacán releva en el Partido Acción Nacional del Distrito Federal a la primera prima de la capital, Mariana Gómez del Campo, durante cuya gestión los azules ganaron Cuajimalpa, conservaron (a jalones) Miguel Hidalgo y fueron “chamaqueados” y derrotados estrepitosamente en las leyes de adopción por parejas homosexuales.

Hoy, Ávila tratará de colocar en mejor condición a su partido en una capital secuestrada por el Partido de la Revolución Democrática, cuya labor legislativa ya ha sido sometida a fuego constitucional por el procurador general de la República, Arturo Chávez Chávez, con el más grande obús jurídico jamás lanzado contra las adopciones por parte de “homocónyuges”.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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