Siquiera para variar un poco hablemos esta vez sobre la lluvia omnipresente y terca detrás de la ventana.
Recordemos lo imprescindible de su bienhechora gravedad y tratemos de celebrarla con júbilo de tlaloques y atabales de trueno en oscura madrugada. Pensemos en ella y su eterna condición de personaje a su vez en las novelas y cuentos de Gabriel García Márquez ahora cuando él ya no puede ni siquiera imaginar las humedades de Isabel, espectadora ciega en un Macondo periodo en la bruma de la demencia senil.
Muchas cosas han pasado por culpa de la lluvia. Por ella se aflojan los muros de viejos conventos y se vienen abajo techumbres olvidadas en los barrios pobres de la ciudad sin horas.
Adoro con ceguera tu pasión por la lluvia, le decía Efraín Huerta a musa ignota y los escribas bíblicos nos llevaban de la mano por un diluvio universal de 40 días y 40 noches, lapso en el cual se puede urdir un fraude electoral o denunciar una compra de votos o tomar por asalto diez tiendas de autoservicio.
La lluvia en la ciudad de México hizo de esta cuenca una enorme tinaja rodeada de volcanes. Por ella se hizo un mundo lacustre y por sus avenidas de derrama el aluvión destructivo. Cuando llueve se llenan esos condominios de gua llamados presas y en Tabasco le comienzan a salir aletas a las pezuñas del ganado.
Tanta lluvia ha caído sobre el mundo desde los tiempos diluviales, y ni siquiera así hemos logrado verlo limpio, cuando más se ha convertido en un barrizal donde chapaleamos nuestras miserias.
Pero la lluvia es injusta en su caprichosa distribución. Cae con inmensas cortinas sobre las aguas de por su mojadas del océano, y no les hace favor a los habitantes de Durango o de Chihuahua o de Zacatecas quienes miran al cielo sin esperanza mientras despellejan el cartón de las pieles de una vaca muerta.
No llueve donde debería, pero quizá sucede lo contrario, la exigimos donde no debemos, pues si ella no va en persecución de los humanos, los humanos deberíamos vivir sólo donde ella se presenta y acude con su interminable y vertical goteo.
Hace muchos años un sabio ocioso propuso construir un sistema de cómputo sensible al tacto e instalar una especie de teclado gigantesco para recibir sobre blancas y bemoles las gotas de la lluvia y así hacer sonar la sinfonía acuática más grande de la historia. Los dichos puntos sensibles se conectarían mediante impulsos magnéticos a un sistema digital de transformación sonora, el cual los llevaría a magnos amplificadores cuyas bocinas atronarían el mundo con la enorme, interminable, aleatoria música de al agua. Ni Haendel lo habría logrado mejor.
A veces la lluvia nos causa alegría, sobre todo si la esperamos con infinita paciencia de labriegos y en otras nos lleva tristes e irredimibles a la melancolía. En tal condición, feble e introspectiva, leer estas líneas sería balsámico y conveniente:
“Hemos sufrido la quiebra fraudulenta de nuestras esperanzas, hemos quedado de pronto en medio de la calle, sin cosa alguna, expuesto a la inclemencia de vientos y de lluvias…”
Vicente Rojo ha compendiado sus experiencias visuales sobre el paisaje urbano de esta su nueva ciudad, con el título de México bajo la lluvia y con alta e infinita paciencia catalana ha cubierto los lienzos de interminables triangulitos cuyo vertical descenso moja de colores hasta los muros de la galería.
Por alguna razón el monolito más grande de la ciudad de piedra es el señor Tláloc quien con sus huecos y colmillos de aire nos mira silencioso desde su arnés de hierro en la plaza del museo de Antropología de Chapultepec. Nunca lo han explicado los minuciosos arqueólogos nacionales ni extranjeros, pero son más grandes los objetos de culto pluvial y más chicos los del culto solar. Tláloc supera en apostura y peso a la Piedra del Sol, así Octavio le haya dedicado a ella su gran poema y no haya escrito jamás, “piedra de lluvia”.
Hoy, cuando los observadores del acelerador atómico de protones, neutrones y neutrinos han descubierto la partícula esencial del universo, “the goddamn particle” a la cual por razones de pudor le quitaron la maldición y le dejaron el pío, teológico y poco científico nombre de “Partícula de Dios”, no podemos sino descubrirnos impotentes ante el misterio de la lluvia, la cual es evidencia de lo eterno de la materia, pues esta agua hoy sobre nuestras cabezas,, es por transformación de la materia, la misma de hace 500 o más años cuando, para decirlo con un título ajeno, el dios de la lluvia lloraba sobre nuestras casas.
¿Y dónde están hoy, en fin, las densas lucubraciones sobre el desastre post electoral, dónde la embestida contra Enrique Peña, dónde los enormes sofismas de Ricardo Monreal?
No lo sé. El aguacero de anoche me ha resfriado.