A la memoria de Nacho Lara
En 1973, Jaime Sabines escribió su obra cumbre: un doloroso y elegíaco poema en cinco partes a la muerte de su padre construido con rigores de soneto y amplitud de verso libre. Seis años después, en el sexenio de José López Portillo, su hermano Juan, ex secretario general del PRI y notable senador de la República, llegó interinamente al gobierno del estado de Chiapas.
—Tenemos una chamba en Chiapas, me dijo un amigo. Se trata de hacerles materiales de consulta a los periodistas de “la fuente de la Presidencia” en las giras del Presidente. Juan quiere quedar muy bien con él. Le debe todo, lo hizo gobernador, le ha dado su confianza y Juan quiere cuidar todos los detalles. ¿Le entras?
—Le entro.
La facilidad del trabajo se convertía a veces en un suplicio. En la Casa de Gobierno todo mundo entraba y salía de una oficina a la otra. El gobernador y su hermano discutían por párrafos sin sentido. El poeta se hartaba del político y el político maltrataba al poeta. Había gritos y portazos, y después unas fraternas reconciliaciones.
—Juan quiere hablar contigo.
—Necesito que corrijas esto.
—¿Yo? Pero si ahí esta Jaime.
—Sí pero hazlo tú…
Desde el año 1977 Jaime y yo habíamos iniciado una buena amistad. No hablábamos de política, pues el tema no le interesaba a ninguno de los dos. Bebíamos y charlábamos de literatura. Hacíamos más de lo primero y menos de lo segundo. Yo había trabajado en muchas redacciones y de ninguna manera me parecía un sacrilegio redactar apuntes para la prensa con una copa de coñac en el escritorio. Ni siquiera por las once de la mañana con el calorón de Tuxtla Gutiérrez.
—Lo importante es hacer sentir bien al Presidente.
—Pero sin ser rastrero, decía Jaime. Y comenzaban los alaridos.
Y en una de esas conocí a Juan Sabines Guerrero, el actual gobernador, cuya gestión pública oscila siempre entre el abismo y el escándalo.
Todas esas escenas de los años de su padre me vinieron a la cabeza ahora con la aprehensión de Mariano Herrán Salvatti, en cuya historia se presenta nuevamente la maldición de los fiscales contra el narcotráfico en este país. Mariano, preso, Santiago Vasconcelos, muerto; Noé Ramírez Mandujano, encarcelado y hasta el general Jesús Gutiérrez Rebollo, sin ese cargo, pero con responsabilidad militar afín al propósito de combatir el comercio ilícito de las drogas, hundido en la ergástula desde hace años.
Para nadie es un secreto la prioridad del gobierno de Felipe Calderón: el combate al crimen organizado. Y como elemento concomitante, la depuración de los cuerpos policiacos cuya corrupción hace imposible ganar la muy prolongada y costosa guerra emprendida desde hace muchos meses.
En estas condiciones, Sabines Guerrero ha matado varios pájaros con la misma escopeta si bien con distintos cartuchos. Quedar bien con el Presidente, ya sea secundándolo en su labor moralizadora contra malos elementos policiacos (si tal se le llegara a probar a Herrán Salvatti) o halagándolo a través de perpetuar en el bronce a su amigo Juan Camilo Mouriño, quien visto desde cualquier ángulo no tiene ningún lugar perdurable en la historia de este país.
Un joven político quien a la hora de su muerte tenía mucho futuro, poco pasado y casi nada en el presente.
Pero la explicación de tanta obsequiosidad por parte del gobernante chiapaneco proviene necesariamente de un hecho aritmético y crematístico: el estado de Chiapas depende en 95 por ciento del presupuesto federal.
Sin las aportaciones de la Federación, Chiapas no tiene un centavo.
Quizá por eso, en una parte del poema al cual me referí al comenzar estas líneas, con las cuales no pretendo opinar sobre la culpabilidad o la inocencia de Herrán, pues de eso se van a encargar los jueces, el poeta Jaime Sabines escribió:
“Sigue el mundo su paso, rueda el tiempo
y van y vienen máscaras…”