Una de las peores características del sistema nacional de justicia (si así se le puede llamar) es la prevalencia de la impunidad.
Muchos especialistas, de esos cuyas opiniones han sido divulgadas, publicadas y hasta memorizadas por los medios en los últimos años, especialmente como necesaria consecuencia de la guerra sexenal contra la delincuencia organizada, han insistido hasta la saciedad: la impunidad generalizada le quita al derecho penal su eficacia.
Y si el derecho no es eficaz, entonces no sirve para nada. Ni sirve ni se respeta. Caemos entonces en la ley de la selva donde el más fuerte (en este caso el más ricio, el mejor colocado la escala social) sobresale y domina.
Pero la impunidad viene a veces en otra presentación. Llega, en ocasiones, en la dorada charola del privilegio prolongado a lo largo del tiempo. Una especie de canonjía eterna, según dicen algunos.
El lunes pasado, con motivo de la denuncia presentada contra el ex presidente mexicano Ernesto Zedillo, avecindado en los Estados Unidos desde hace mucho tiempo, autoexiliado por voluntad propia (y quizá desprecio a su país) y su pretensión de “inmunidad Ejecutiva” como le llaman allá, escribí lo siguiente:
“Dos cosas llaman la atención en la defensa del ex presidente Ernesto Zedillo ante las acusaciones relacionadas con la matanza de Acteal por violación de Derechos Humanos durante su gobierno.
“La primera la supervivencia misma de las fantasmales acusaciones. Y les llamo fantasmagóricas por el anonimato en el cual se ocultan sus acusadores cuya invocación del temor a represalias les facilita la oscuridad. En esas circunstancias era para haber desechado el recurso tras del cual se asoma la ambición de recibir cincuenta millones de dólares como reparación de daños. Más parece ambición abogadil.
“Pero la respuesta de Zedillo ha oscilado entre la negación y el cinismo.
“Ahora –según fue ampliamente divulgado el fin de semana–, se dice inmune cuando debería declararse (si lo es) inocente.
“Cuando se alega inmunidad por un cargo ejercido hace ya tantos años, no se prueba la falsedad de las acusaciones, nada más se exhibe el escudo. Y en ese sentido tampoco vale esgrimir los méritos democráticos durante la transición electoral, ni el testimonio comprensivo de Bill Clinton o el supuesto influyentismo en la Casa Blanca derivado de una vieja relación con la señora Hillary.
“A Zedillo le convendría más demostrar lo improcedente de las acusaciones con lo cual ya sería ocioso e innecesario exhibir su inocencia. Eso valdría mucho. Invocar sus viejas e imaginarias glorias democráticas no vale nada”.
Pero Ernesto Zedillo no está solo en su empeño de hacer valer la inmunidad. Ayer fue divulgada esta información:
“El gobierno de México envió una nota diplomática a Estados Unidos para solicitarle inmunidad para el ex presidente Ernesto Zedillo, contra quien un grupo de particulares presentó una demanda en una corte de aquel país por su presunta responsabilidad por la matanza de Acteal, ocurrida en diciembre de 1997.
“Según una información emitida por MVS Radio, la Secretaría de Relaciones Exteriores promovió la petición en noviembre pasado ante el Departamento de Estado de aquel país en noviembre a favor del ex mandatario quien está señalado de supuestos delitos de lesa humanidad”.
Fuentes allegadas a la cancillería confirmaron ayer en términos generales a esta columna la solicitud del Estado mexicano sin ofrecer mayores detalles.
CORDERO
En algunos candidatos se produce un extraño fenómeno: preocuparse más de los otros y no por ellos mismos.
Sólo así se entiende el análisis de la “desesperación” de Josefina y su cambio de coordinador de campaña, pero la peor señal es haberse llamado a sí mismo soldado de un proyecto.
¿Proyecto de quién?
No se entiende con facilidad la existencia de plan alguno cuando se desarrolla una campaña en la cual se dice un lunes voy a ganar por dos a uno y al poco tiempo se opina sobre la posibilidad de una segunda vuelta, excepto si aquí, como en el caso del DF el hilo se rompe por lo más delgado.