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Martín Esparza ha hallado en las movilizaciones la única forma de presionar en favor de una causa cuya extinción se antoja inminente y de paso ayudar en la conformación de un bloque opositor cuya presencia callejera es como la cola del pavo real: muy visible, pero no sirve para nada… excepto impresionar a la pava pelona

En el Museo de Louvre hay un cuadro romántico y maravilloso. Le llamo romántico no por una tendencia sentimental o debido a su temática sino por el periodo en el cual fue elaborado por Eugenio Delacroix, en las primeras décadas del siglo XIX. Es un lienzo gigantesco, de casi tres metros por lado, en el centro del cual hay una arrebatada y aérea figura femenina inspirada en las modelos de belleza griega con la bandera de Francia y un fusil. Es la libertad y camina por encima de los muertos y el humo de las barricadas mientras un hombre agónico la mira a sus pies entre el dolor y la esperanza.
A su lado derecho un burgués de levita y sombrero de copa embiste armado y un rapaz a su izquierda la sigue con una pistola en cada mano. La libertad ha abolido la “lucha de clases”.

El cuadro guarda relación con las protestas contra el rey Carlos X de Francia, quien en 1830 había suprimido el parlamento y se enfilaba a una dictadura contra la cual se alzaron ciudadanos de todos los sectores sociales. La libertad lleva el pecho (y sus prominencias) semidesnudo y sobre la cabeza ondea orgulloso el gorro frigio, símbolo de redención y fin de la esclavitud. Al fondo se insinúan los torreones de Notre Dame.

Por muchos años, sobre todos los de la juventud, muchos mirábamos con inflamada imaginación el momento en el cual seguiríamos como esos hombres de la pintura la carrera de la libertad por las calles en pos de una idea frente a la cual el valor la vida misma poco significara ante nuestro imaginario heroísmo para echar abajo las decisiones de la tiranía a gritos y si fuera necesario a tiros.

Más o menos como pensaban algunos ayer ante el despliegue del sindicato electricista y otros grupos sociales, quienes fueron en pos de la bandera de una justicia, según ellos atropellada.

Pero el romanticismo de Delacroix nada guarda en relación con los afanes políticos de Martín Esparza, quien ha hallado en las movilizaciones la única forma de presionar en favor de una causa cuya extinción se antoja inminente y de paso ayudar en la conformación de un bloque opositor, cuya presencia callejera es como la cola del pavo real: muy visible, pero no sirve para nada… excepto impresionar a la pava pelona.

La injusticia invocada (y quizá cometida) no lo ha sido tanto para el 50 por ciento de los electricistas, quienes prefirieron pajarracos en las manos y no promesas de futura redención. Si 17 o 18 mil trabajadores ya han aceptado y recibido sus indemnizaciones y han metido al banco sus “bonos de resignación”, para lo cual no necesitaron al sindicato, eso nada más significa una disminución nominal del 50 por ciento en la fuerza del SME.

Por eso la insistencia en exigir (sin resultado alguno) el cese de la campaña de persuasión para cobrar “copeteado” hasta dentro de 48 horas. Después, se acabó el beneficio del esquirolaje “de ventanilla”.

Si a esos se le agregan a don Martín sus problemas de imagen, su merma en la credibilidad de los ciudadanos hartos de los malos modos de quienes los atendían en las oficinas o les hacían composturas a cambio de coimas, propinas y exacciones, el panorama ha dejado de ser cuestión eléctrica para servir de abono a causas de mayor dimensión dentro del movimiento de izquierda nacional.

Esto no fue un paro nacional, fue una movilización con pretensiones de totalidad. Su convocatoria llegó a varios estados: a Oaxaca, a Puebla, al Estado de México a Guerrero; incorporó a organizaciones cuyo peso en solitario poco significa, pero cuya adhesión puso de manifiesto la hondura del hartazgo generalizado contra un gobierno sin capacidad para solucionar de fondo cuestiones ya rebasadas desde los inicios de la administración.

El valor político de estas marchas y convocatorias generalizadas es de enorme importancia para un gobierno con los ojos y los oídos abiertos: le permite ver el tamaño del descontento. Refugiarse en el manido expediente de la descalificación a las masas por su “acarreada” condición es tan torpe como negar la capacidad de ataque de un ejército “de leva”. Eso debería preocupar al gobierno mucho más; más allá de la imaginaria espontaneidad.

A final de cuentas estos ambientes crispados son esencialmente el choque de dos discursos y por lo tanto de dos proyectos. Uno actuante y en pleno naufragio y otro a la espera de una oportunidad para actuar desde el naufragio de una oposición satanizada.

Manifestaciones similares a estas lograron echar abajo el aeropuerto de Texcoco; revertir el desafuero de López; poner en ridículo la firmeza de las convicciones y preparar todo para los no resueltos sentimientos de encono surgidos después del proceso electoral del 2006.

A fin de cuenta la marcha de ayer no puede verse nada más como una cuestión de los electricistas. De muchas formas es la continuación de la toma de Reforma y el Zócalo. Es la prolongación de un conflicto no terminado.

Y algunos se creen Delacroix.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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