Por esta ocasión, como ya ha ocurrido no serán estas líneas espacio para la disección política. No se hablará del cadáver ambulante de Humberto Moreira ni mucho menos del triunfante nepotismo panista en Michoacán. Dejaremos de lado la encuesta de cuántos gatos prefieren “Whiskas” en el PRD o a cuántos de ellos satisfacen otros alimentos embolsados, balanceados y concentrados.
Celebremos de pasada, así como si nada la fiesta del futbol en Pachuca y la caída del pedante señor Brauer cuya relamida cabellera no sirvió ni para la fotografía del adiós en el América de todas las desgracias.
Pero ni siquiera esas festivas circunstancias con Pelé y todos los demás me apartan de una sensación incómoda. Siento, como casi todos los humanos, la persecución de la muerte.
No digo ni sugiero la presencia de esa oscura señora pisando mis talones o soplando mi nuca. Debe estarlo haciendo desde el día ya lejano de mi nacimiento, pero no parezco ser en estos días el destinatario de sus afanes ni el objetivo de su guadaña.
El problema por el cual ando así como nervioso y a veces entristecido es la frecuencia con la cual me veo forzado a ponerme una corbata negra en estos días recientes. No me refiero a la enlutecida condición de todos los mexicanos cuyo duelo ya cruza el país y se asienta entre nosotros como una nueva forma de ser; no.
Pero sucede algo raro. En los días recientes una amiga mía decidió buscar auxilio piadoso ante una enfermedad terminal y de manera lúcida, deliberada, inteligente, consciente y responsable pidió asistencia para morir en paz y dignidad. Su proceder me llevó a recordarla con respeto pero una ausencia es siempre lame notable así lo enfrentemos de manera tranquila y sensata.
Lo extraño vino después. En tiempos lejanos esa misma dama tuvo relación cercana con un caballero cuya vida lo separó de su destino. Si bien este hombre llevaba ya varios años de quebrantos notables en la salud y el ánimo, no bien se fue la dicha señora cuando él mismo, a las dos semanas pasó a ocupar su sitio en la columna del oriente.
Tristemente en ambos casos no hubo oportunidad siquiera de una despedida aun cuando ahora pienso en su desaparición como el adiós más elocuente. Haberlos ido a ver en la decadencia “pre mortis” no les hubiera servido a ellos para nada. Y seguramente a mí tampoco.
Sabemos de sobra cómo esta cuestión de la muerte nos persigue y perturba a todos los humanos desde los más lejanos tiempos de la conciencia. Pero cuando de pronto los casos cercanos parecen abultarse uno siente cómo el cerco de la soledad final se va haciendo más chico.
Por si fuera poco hace unos días me encontré en un restaurante a un viejo compañero de mis inicios reporteriles. Trabajábamos juntos en el aeropuerto donde se había conformado una especie de sindicato de redactores quienes trabajábamos en grupo.
Cada uno de nosotros aportaba una o dos notas, según pudiera y supiera y con ellas se elaboraba un boletín diario. Obviamente quien tuviera una “exclusiva” propia la mandaba a su medio sin pasar la aduana del trabajo colectivo.
Mi amigo era un mecanógrafo de velocidad deslumbrante y a él le tocaba casi a diario escribir la versión final del boletín. De esas cosas y de algunos amigos y conocidos hablamos durante el encuentro casual. Como es habitual quedamos de vernos pronto y ya sabes, yo te llamo, hermano, vamos a comer, y todo eso.
Me dijo de su cesantía y sus afanes por hallar colocación. Le recomendé hablar con un tercero de aquellos años y fue precisamente este caballero, cuyo nombre me guardo, quien me llamó ayer por teléfono para decirme del suicidio del desempleado.
No se mató (hasta donde sé) por problemas económicos. Se mató por el inalienable derecho de cualquiera para decir se acabó. Nada más.
“El cuerpo se perdió en rayos de sol”, dice Jorge Cuesta.
Y para colmo de males en el anterior punto del párrafo pasado yo iba a dar por concluido este texto extraño, pero no lo pude hacer. El contador de palabras decía 666 y no es ese un buen augurio para terminar las reflexiones de la muerte de los amigos desaparecidos.
Ahora sí.