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Cada año, con la machacona insistencia del invierno y casi como el “Programa Paisano” cuya finalidad (inútil) es evitar las extorsiones y abusos contra los braceros en retorno cuya munificencia navideña ayuda (ayudaba) al sostenimiento de miles de hogares en las zonas suburbanas de México, el Servicio Exterior pone sus largos manteles y se dispone a comer con el Señor Presidente quien es entre otras cosas, el jefe de todos ellos.

Se sientan a la mesa los señores y señoras cónsules, secretarios de legación; embajadores y demás, siempre dispuestos, con una condescendiente y displicente sonrisa profesional, a escuchar la lectura de la cartilla.

“Su deber –les recordó Felipe Calderón el 9 de enero del año pasado–, es defender y promover a México, promover a sus instituciones, promover al Gobierno que representa al Estado y a la Nación de los mexicanos”.

Y por si no entendieron, les explicó y les recordó:

“Éste es un Gobierno de transformación que está decidido a construir un mejor futuro. A hacer de México el país que queremos, un país moderno, moderno en lo político, y por eso defendemos el México democrático…”

Pero por lo visto pocos hicieron caso; al parecer nadie puso atención a sus palabras o a lo mejor tan enjundiosa defensa nacional les entró por un oído y salió por el otro.

Anteayer, con motivo del incipiente año, el Jefe les dijo otra vez lo mismo. O los considera de lento aprendizaje y más lerda obediencia o no hay ningún nuevo discurso para ofrecerles en medio de la más típica de las confusiones del poder: el país y el gobierno son lo mismo. Y eso no es verdad. Quien censura o critica al gobierno, no está necesariamente hablando mal del país.

Les ha dicho al Presidente a los representantes en el exterior:

“Hay ocasiones en que los propios mexicanos magnificamos los defectos y las limitaciones, en lugar de resaltar nuestros avances. Y se vale, además. Se vale, y lo he sido yo, he sido opositor y he sido crítico.

“Se vale disentir, se vale criticar, pero permítanme esta expresión, amigas y amigos embajadores, también se vale hablar bien de México. Y no sólo se vale, se debe estando fuera del país, sobre todo, hablar bien de México. Y si se es servidor público, más. Y si se es del Servicio Exterior, muchísimo más”.

Esta arenga convierte a los diplomáticos en agentes de relaciones públicas, en propagandistas de dudosa credibilidad pues no hablan ellos ante indefensos auditorios de consumidores de televisión, sino ante cancillerías organizadas con información profesional. ¿Cómo le van a explicar los triunfos nacionales al Departamento de Estado de los Estados Unidos en el tono de quien vende jabones?

En ese sentido fue la prédica del año pasado a la cual por lo visto no se adhirieron, pues de haberlo hecho en vez del actual rapapolvo genérico, se habían expresado palabras de reconocimiento por los logros alcanzados en la promoción verbal de un gobierno al cual se debe alabar constantemente con una especie de machacona “payola” diplomática.

“Yo sé –les dijo– que hay quien vive y se regocija de hablar mal del país. Pero a mí me parece que tenemos que hacer un esfuerzo los mexicanos por saber distinguir dónde está el debate político, dónde está la discrepancia, y dónde hay un interés superior que la República demanda y merece…”

Hace unos meses leí un libro de Richard Tarnas llamado “La pasión de la mente occidental”. Ahí hallé una frase perturbadora y definitiva. La dijo Sócrates hace ya muchos sexeenios: “La vida que la crítica no ha puesto a prueba, no merece vivirse”.

Y lo mismo puede decirse de cualquier otra cosa, de un gobierno, de una teoría política, de una forma de ser.

El discurso presidencial tuvo un objetivo central: convocar a los diplomáticos a disolver la imagen de un México en zozobra por la violencia. Sin embargo un país en el cual se levantan del suelo diez mil cadáveres en un año, es un país violento excepto si los difuntos murieron todos de melancolía. Si esa circunstancia se deriva de pleitos entre bandas criminales o se genera por el afán militar para despedazarlas, es un análisis posterior. El hecho visible es la sangre y el reguero de muertos.

Todos estos argumentos, apoyados en análisis políticos, como el ensayo de Joaquín Villalobos en “Nexos”, tan elogiado por el Presidente en esa reunión diplomática y cuya oportuna aportación es el abatimiento de los “mitos” en torno de la lucha contra el crimen (cuya amplitud hace imposible un análisis detallado, al menos en este espacio), no le sirven de nada a quien (como mis familiares y amigos) se encierran a piedra y lodo aterrados en Ciudad Juárez, por ejemplo.

Al parecer la realidad quiere ser sustituida (y hasta modificada) por las interpretaciones de la realidad. Dice Villalobos:

“…México sufre una violencia localizada en seis de sus 32 estados (eso no es cierto) y tiene una tasa nacional de 10 homicidios por cada 100 mil habitantes (¿anuales, semanales, diarios?). Venezuela tiene 48, Colombia 37, Brasil 25, Guatemala, Honduras y El Salvador están arriba de 50.

“El estado de Chihuahua, el más violento de México, está en este momento en su punto más álgido con una tasa de 143 homicidios, le siguen Sinaloa con 80, Durango con 49, Baja California 44 y Michoacán 25. A inicios de los noventa Medellín, la ciudad más violenta de Colombia, mantuvo una tasa de 320 durante varios años y, en ese mismo periodo, Cali tenía 124, Cúcuta 105 y Bogotá, la capital, 80. Colombia ha vivido dos guerras en 25 años, las cuales le han costado más de 200 mil muertos y dos millones de desplazados, y continúa en conflicto”.

Un análisis comparativo no es un análisis objetivo ni mucho menos definitivo. Comparado con un habitante del Chad oriental yo soy Carlos Slim (y ahora no tengo ni para la tenencia). El problema no es a quien nos parecemos o si estamos bien o mal en relación con los padecimientos de otros. No se pueden medir así el hambre, ni la violencia ni la pobreza o la tristeza.

De nada le sirve al deprimido saber cuantos se han suicidado de pena en los meses anteriores ante de poner su dedo en el gatillo, pero Villalobos sostiene esta tesis: “Los primeros logros de un plan son los golpes a las estructuras delictivas, no la reducción de la violencia, sin lo primero no se puede alcanzar lo segundo”.

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El gobierno tiene una idea fija: si las muertes son de sicarios y delincuentes (así se maten entre ellos), entonces vamos ganando la guerra. Villalobos respalda esa tesis.

“La mayor parte de las bajas de los delincuentes resultan del proceso de autodestrucción de los cárteles (será “interdestrucción”) que se profundiza cuando el Estado los confronta. En este tipo de guerra esto es un progreso, en Medellín los cárteles se autodestruyeron bajo el acoso del Estado (¿cómo entonces persisten?), por razones que fueron desde disputas por territorios, control de rutas, hasta problemas personales…”

Aquí el ensayo tan elogiado incurre en una falla notable. Líneas arriba se nos comparó favorablemente con Colombia cuyos males persisten (el triple de homicidios por cada 100 mil habitantes) a pesar de una guerra del mismo estilo prolongada por veinte años o más. Y líneas abajo se nos habla del éxito en la “autodestrucción de los cárteles”. ¿Por fin, sirve o no sirve la cosa? ¿Si los carteles están destruidos quien mata en Bogotá a 37 personas por cada cien mil y quien atasca el mercado de cocaína?

“Colombia ha vivido dos guerras en 25 años, las cuales le han costado más de 200 mil muertos y dos millones de desplazados, y continúa en conflicto”, se nos dice con tono halagüeño. Vaya, bonito panorama.

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Interesante el enfoque de la Universidad Iberoamericana al presentar la primera de sus escuelas preparatorias:

“La Prepa Ibero adopta el enfoque de competencias como una respuesta a una sociedad que requiere dejar atrás los esquemas tradicionales de enseñanza y aprendizaje, y que demanda alternativas de formación que permitan a los egresados hacer frente a un entorno caracterizado por los cambios constantes y vertiginosos… las “Materias Ibero” utilizan una gran variedad de estrategias para promover en los alumnos la integración de conocimientos, habilidades, actitudes y valores.

“En estas asignaturas, las competencias genéricas –particularmente las referentes al autocuidado, comunicación y colaboración- son puestas en acción por los estudiantes. De esta manera, la apropiación del conocimiento va acompañada del desarrollo de la responsabilidad en el cuidado de sí mismo, de los demás y del medio ambiente”.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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