No hace mucho tiempo un amigo me solicitó un prólogo para un libro de periodismo. En este caso era enviarle unas líneas alusivas a su vida profesional. Después, en una conferencia en una escuela profesional, reproduje algunas de estas ideas y algunas personas me sugirieron divulgarlas. Hoy las comparto con los lectores de CRONICA.
“Hace muchos años alguien me dijo: los periodistas son los primeros en el balcón del desfile.
“Eso está muy bien pensé mientras miraba el carruaje de la historia debajo de mis narices. Y siguió estando muy bien hasta la noche de la desgracia: mientras los reporteros nos pasamos la vida diciendo cómo desfilan otros, nos hacemos viejos y llegamos a la hora del retiro sin ningún capital excepto una resma de cuartillas (o un repleto USB) donde contamos la ventura de los poderosos, la desventura de quienes dejaron de serlo y las hazañas de otros, la gloria ajena y la enorme oportunidad de haberlos visto de cerca.
Bueno, pero ¿y tú?, me dijo aquella noche aciaga una rubia de pestañas de ensueño.
Yo, yo me conformo con la discutible felicidad de ser un testigo del baile de la vida.
No sé si eso será suficiente pero sí sé que un periodista es un hombre sin equipaje a quien la vida lo ha curtido a veces hasta el cinismo y en otras hasta la caradura. Muy pocos de entre nosotros dejamos el balcón para sumarnos a la fila del cortejo de los vencedores, los derrotados o los paladines. De tanto ser notarios de la mañana, casi nunca podemos ser protagonistas de las cosas.
Un periodista, por paradoja, es un solitario cuyo trabajo es pensar en los demás. Decirles a otros lo que él apenas tiene tiempo para mirar, consignar redactar, enviar y casi nunca asimilar. Aprendices de todo, profesionales de nada, nos han dicho. Expertos en árboles, ciegos ante los bosques.
Quien sabe cuántas cosas más.
Pero a fuerza de vivir en el filo de los días los periodistas, especialmente los reporteros desarrollamos algunas habilidades difícilmente visibles en otras profesiones. Se nos desarrolla un oculto detector para los mentirosos y los desleales. Tenemos una gran facilidad para adivinar la maldad ajena y una enorme condescendencia para no aplaudir en los discursos ni llorar en los velorios.
Y en esas habilidades nos reconocemos entre nosotros.
Formamos una cofradía internacional gracias a cuya membresía podemos viajar por el mundo, sabedores de no estar nunca solos. Donde haya una redacción, donde se edite un diario o haya una cabina de radio o un estudio de TV ahí tenemos a uno o a varios de los nuestros.
No importa si es en Europa o en Estados Unidos, si hay guerra o se acude a una fiesta deportiva. Nuestros compañeros nos van a ayudar, nos van a invitar y nos van a cuidar. Nunca un periodista le va a pedir identificación a otro. Basta con verlo, sentirlo y hablar con él en el idioma universal de las urgencias por enviar un despacho, conseguir una fotografía o lograr un enlace telefónico.
Somos miembros de una extraña, amorfa e infinita cofradía. Nos tuteamos como las operadoras telefónicas, los vendedores de carretera o las putas. Así somos.
Y en todo eso pensaba cuando Ángel Gómez Granados (“Angelito” como siempre le dijimos) me pidió unas líneas para su libro. No me pidió una semblanza ni una evocación, ni siquiera un análisis político de esos cuya frecuencia me harta.
No. Me dijo, nada más escríbeme algo y yo presuroso me puse a redactar estas líneas en las cuales le quiero decir el enorme gusto de haber sido su compañero por varios continentes y a lo largo de tantas redacciones, autobuses y aviones. Desde hace muchos años, cuando la hipercloridria nos rasgaba las tripas a causa de los desórdenes nocturnos y llegábamos tempraneros y sonámbulos a un aeropuerto, me acostumbre a pensar en la salvífica sobrecargo a la cual invocábamos con aquello de “que ya venga la del carrito”.
Y el carrito llegaba y con él la curación momentánea de la cruda realidad.
Ángel Gómez Granados y muchos de quienes están en estas páginas somos ya verdaderas piezas de museo.
Algunos han hecho de su vida un triunfo maravilloso .Otros apenas hemos logrado una decorosa supervivencia pero hemos logrado el sueño de la humanidad: somos iguales.
Compartimos los balcones del desfile y las primeras barreras de la plaza. Nos repartimos a la baraja las monedas de la suerte, bebimos y amanecimos en calles desconocidas, trabajamos hasta las madrugadas y nos reconocimos en la decencia de un oficio indecente para algunos ignorantes.
Disfrutamos los placeres del secreto desvelado y la primicia lograda y pagamos los precios del ocio. Hemos llegado a la madurez y algunos más allá y no hemos traicionado nuestra entraña sorprendido a ni nuestra profesión inaugural cada mañana cuando las hojas del diario, están tibias de imprenta y frescas de tinta.
Pero hemos cometido un pecado. Todavía, cuando hay necesidad, le damos un codazo al de junto para entrar primero al palco y anotar el desfile.
El hermoso desfile de la vida.