Quieren de pronto los neopanistas resucitar los usos y costumbres del renovado dinosaurio cuyos pasos por la tierra quisieron borrar cuando en el fondo guardaban un íntimo anhelo de burda imitación, como ocurrió con Germán y con César. Pobrecitos.
“El dedazo”, señores.
Las cartas de adhesión, el descubrimiento colectivo de virtudes hasta entonces ocultas, los méritos invisibles días antes y –en fin– todo el repertorio de cualidades como pretexto para disimular una orden quizá cierta, quizá mera cortina de humo para ocultar “la verdadera verdad”.
“Perdimos, pollo”.
Destapar al tapado cuyo verbo tartamudo no era sino hasta meses atrás una ridícula expresión de seis mil pesos mensuales para arribar al terreno de la vida digna, el paraíso de la clase media empobrecida y mal resignada y el rechazo absoluto a cualquier posibilidad electoral cuyo logro final sentaría en la maltrecha silla del águila.
Los repentinos adherentes utilizan los medios para ofrecer su compromiso y el hombre señalado por muchos deditos en disimulo del gran dedo, utiliza el Salón Panamericano de la Secretaría de Hacienda, en la sala magnífica del Palacio nacional, en otras ocasiones reservado para anuncios relacionados con el tesoro público, para decir señores gracias, me encanta la idea, pero ¿saben?
Por ahora no tengo tiempo, después les digo, lo cual implica mañana sí. Pero nadie sabe si habrá mañana, si esté parejo el piso o se hayan cargado los dados en los dedos. Dados, dedos, dudas.
Pero la maniobra no era para destapar a Ernesto Cordero quien es el único servidor del panismo felipista cuya inteligencia ha merecido dos secretarías de Estado en cinco años y ambas relacionadas con el dinero ya para repartirlo; ya para recaudarlo.
No, se trataba de hacer saltar a los demás. Y brincaron solícitos.
Ellos son quienes con sus reacciones ya han aceptado la candidatura o al menos ya han expresado su indeclinable voluntad de buscarla.
Y Calderón, cazurro y de soslayo, hace como si los dejara hacer mientras ellos no hacen nada fuera del redil donde los han metido. Corralito de corderos. Todos en la nómina, menos SC.
Se trataba de ver hasta dónde saltaban Santiago Creel, Alonso Lujambio, Josefina Vásquez, Javier Lozano (el gallito autodesignado) y el resto de los caballitos de este mínimo carrusel en el cual puede usted agregar al inquilino feliz, el señor Félix.
Lejos quedan estos solípedos de la descripción maravillosa del poeta:
“He aquí que al raudo grupo de caballos salvajes/haz de fuego y de nervios que estruja los rendajes,/surge de pronto en medio de los campos de Ítaca;/ la voz de sus resuellos es como una resaca/ de golfos agitados. Un resplandor siniestro/brota de sus melenas como un trágico estro.”
No, estos son caballitos de feria; casi todos Clavileños. Y ni modo, eso hay.
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De pronto, como salta el conejo de la chistera tramposa del mago de carpa, el neopanismo calderonista nos ofrece una receta infalible para resolver cualquier problema en la futura sucesión presidencial.
Se trata de un ensayo perverso: eliminar las elecciones en un estado de la República, Michoacán, para ser preciso, ahí donde ya se pusieron en práctica otros recursos extremos del poder, fallidos ambos, por cierto.
El primero, como ya lo sabemos todos, la militarización de la (in) seguridad pública; el segundo, la demostración judicial del contubernio político-delincuencial conocido como “el michoacanazo”, de igual manera fracasado.
Si el despliegue de fuerzas federales en Michoacán hubiera sido favorable a los esfuerzos de recuperación de la tranquilidad y la vida social sin sobresaltos, incendios o granadas en el desfile (Cherán es el dramático ejemplo); limpieza del servicio público y paz en la tierra, no estaría hoy el estado en condiciones de llamar a quienes se ostentan como sus legítimos custodios (los empresarios) para hacerse eco de sus preocupaciones y suprimir la condición electoral de los ciudadanos.
Dicho de otro modo: el sistema no ha podido suprimir a los delincuentes y opta entonces por la supresión de los derechos democráticos de los ciudadanos.
Es decir, castiga a las víctimas.
Así, mientras un ala del poder dispersa por los pasillos del rumor o la prensa dócil la urgente necesidad de justicia contra los ex gobernadores del PRI (en varios estados) no por razones de salud judicial sino como recurso político para desquiciar el rodillo de la aplanadora tricolor en los estados donde lleva abrumadora ventaja (Coahuila y México) y atascarlo en el futuro cercano, otros van más allá y tratan de pavimentarse el piso a través del experimento político más peligroso del sexenio: la cancelación de las elecciones.
Primero locales, después federales, si se llegara a presentar la necesidad.
“Caminos de Michoacán”, cantaba Bulmaro Bermúdez.
La maniobra, obviamente, cuenta con el respaldo de muchos panistas.
Por ejemplo, el ex delegado del CEN en Michoacán, Juan José Rodríguez Prats, removido de tan fugaz cargo el pasado cinco de abril (nota de “La jornada de Michoacán”) considera este ensayo como una prueba de la construcción de acuerdos en el juego inter-partidario.
En ese sentido, sofista y mentiroso, la voluntad tripartita de aceptar el fruto envenenado tanto del PRI, como del PAN y su actual apéndice, el PRD “chuchista”, se nos ofrece como algo positivo para la salud nacional sólo por provenir de un pacto, una componenda; un arreglo de repartición envuelto para consumo de ingenuos o interesados, en el oropel de la concordia como prueba democrática.
A ellos, por si no la conocen, les obsequio una de las conclusiones de Francisco I. Madero, (héroe tutelar del panismo tradicional, si de él queda algo) en su célebre “La sucesión presidencial”:
“El único medio de evitar que la República vaya al abismo, es hacer un esfuerzo entre todos los buenos mexicanos, para organizarnos en partidos políticos, a fin de que la voluntad nacional este debidamente representada…”
No dice, unificada, conste.
La justificación actual es inadmisible. Un pacto suicida o una conspiración; un magnicidio y un asalto terrorista, también son frutos del acuerdo. Los lemmings escuchan una voz de instinto destructivo y en masa se tiran por el acantilado.
Bonito acuerdo.
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Piden los enemigos la aplicación tajante de la Constitución. La ciudadanía (mejor dicho, las atribuciones del ciudadano); no la nacionalidad, se pierde por aceptar y usar condecoraciones de gobiernos extranjeros sin autorización del Congreso, tal hizo de manera indebida el productor de TV y Secretario de Seguridad Pública (esa mezcla nacional ente James Bond y Pedro Torres), Don Genaro García Luna.
Mezquindad, dicen los untados de GGL.
Pero no es la de ellos la opinión por la cual nos deberíamos sorprender. Causa sobresalto la “salida” del secretario de Gobernación Francisco Blake Mora: no es posible que mientras un gobierno (el colombiano) lo reconoce; otro gobierno (el mexicano) lo sancione.
A eso se le llama “cultura de la legalidad”. ¡Ay!, señor Blake.
Obviamente la meticulosidad en el cumplimiento legal se debe no al “corcholatazo” colombiano, sino a la embestida contra GGL originada en la solicitud de renuncia hecha por Javier Sicilia, quien dio sea de paso, se ha quedado sin materia para su queja.
La captura del “Negro” Radilla colma su petición inicial: la captura de los asesinos. Y ya el señor Sicilia expone como Juan Pablo II con Alí Agka su visita al criminal para hundirlo en las profundidades religiosas y humanísticas del perdón como alimento del espíritu.
Ya los jueces se encargarán de la segunda exigencia, el castigo justiciero. Con ese, desaparece la razón de ser de la tercera demanda: la renuncia.
Y Genaro, como Johnny Walker… con todo y el galardón.
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Se llenan las páginas con lamentos y notas en torno de la vida de Leonora Carrington.
–¿Leonora, le pregunté un día, ha muerto el surrealismo?
–No, me dijo. Lo que murió fue el Renacimiento”.
Los domingos solitarios en una cafetería de Insurgentes, veían a veces llegar a Leonora. Se sentaba con otra señora (en tiempos más lejanos con su esposo Chiki Weiss), en una mesa cerca de la ventana.
Su recogida cabellera gris con plata formaba una aureola sobre su cabeza. Los ojos triunfales y brillantes miraban con dureza y desinterés. Tuvo siempre una aristocrática altivez típicamente sajona y así, con el mentón firme y duro, sostenía una fortificación externa.
Pero saltar su foso era fácil. Educada, soportaba cualquier abordaje. Atenta y cuidadosa accedía a contestar y a intercambiar palabras hasta con los periodistas imprudentes.
Eran los días de Arizmendi como personaje central del terror urbano. Leonora estaba en una librería cuyo solo nombre ya evoca la mitología o el surrealismo: Pegaso.
Para ella volver a su casa era solo asunto de cruzar la avenida Álvaro Obregón. Frente a su puerta, en otro paisaje extraño ajeno al sub-realismo, pero cercano al sub-desarrollo, donde alguna vez hubo un edificio, se amontona hoy un cerro de cascotes y piedras del terremoto. Ahí sobreviven en la polvosa penumbra, los habitantes del cascajo.
–“Ya me voy”, me dijo. “Dicen que hay unos hombres que te cortan las orejas y ya es tarde, ya se va a hacer oscuro.”
Se puso las palmas a los lados de la cabeza, casi como pintura de Munch y salió a pasitos cortos.
–“Yo no quiero verme sin las orejas”, me dijo al cruzar el umbral.
Hoy veo frente a mi mesa de trabajo un grabado suyo hecho con la técnica del azúcar, adquirido a duras penas en el taller de Emilio Payán.
Es un caballo sobre cuya grupa va un muerto o una muerta. No se sabe. Es sexualmente indefinido. Lo cubre una piel o un plumaje o las dos cosas. El caballo tiene ojos de espantado. El bulto sobre su lomo derrama la pelambrera plumosa por el anca hasta la pezuña. Apenas se sugiere una pierna del personaje sentado al revés de como se cabalga, lleva los ojos hacia la cola del potro.
–¿Eso es un símbolo surrealista, Leonora?
–No, me dijo condescendiente. Es una leyenda celta muy vieja. Así se lleva a los muertos al cementerio, mirando su pasado, viendo la vida que dejaron”.
Así debe haber cabalgado ella por última vez, con su mirada ciega llena de gatos en vuelo; helechos, cucuruchos, capirotes, caballos confidentes, ríos silenciosos, navegaciones circulares, rehiletes, lagartos en dos patas, estrellas, nubes en celaje, montañas barbudas de nube y al fin de todo, oscuridad.
Pintura negra. Ojos cerrados.