En México todos los pueblos se parecen: tienen una calle Madero, una iglesia de Guadalupe; un hotel Colonial y una cantina llamada “La Reforma”. Reforma en México no significa mucho. Es una invocación, un anhelo sin sentido y un conjunto de leyes por las cuales desde el siglo XIX la clase política se condenó al fuego del infierno, por haber despojado a la Iglesia del control de la riqueza. Eso dicen los curas.
Cuando el clero explotaba a los hombres de este país lo hacía en nombre del cielo y la salvación de sus almas. Después, cuando los políticos se hicieron cargo del expolio, lo hicieron en nombre de “La Reforma”; lo cual vino a ser sustituido por otro sueño colectivo e indefinible, “La Revolución”.
En la ciudad de México hay una especialización en torno del nombre de las tabernas reformistas. Ya no se llaman nada más “La Reforma”, como también sucede con tiendas de abarrotes de las cuales nada más señaló una en la esquina de Nigromante y Calle 4 en la colonia Independencia. No; llega el momento de la personalización, como en el caso de “La reforma del Pato” en los rumbos de Tlatelolco y “La Reforma de Bucareli” para solaz de los voceadores de Bucareli o Artículo 123.
Por lo visto todas las cosas jurídicamente importantes terminan en este país dándole nombre a calles, callejones y piqueras.
En los últimos días de este espantoso año, el Presidente de la República ha querido perpetuarse en la memoria de los mexicanos mediante un recurso ya bastante socorrido por sus antecesores: ponerse el traje de luces de una reforma.
Esa manera de trascender puede darse hasta cuando se le cambia de nombre a un boulevard y el Paseo de la Emperatriz deviene en Paseo de la Reforma; nombre por cierto de un libro atribuido a la maestra Elba Esther Gordillo, quien con ese afán transformador y cambiante quiso explicar su actitud política, cuyos resultados aún pagamos los mexicanos.
Pero en este caso Felipe Calderón ha propuesto una verdadera revolución política con el nombre ya tantas veces escrito en estas líneas. Lo ha hecho mediante el muy recurrido método de hablar de diez puntos. Todo en este país tiene diez puntos, ya sea un decálogo de cambio nacional profundo y prolongado como el propuesto en septiembre de este año o la proclama opositora de noviembre del líder tabasqueño A.M. López O.
La Reforma Política no es eso nada más. Es parte de un proyecto mucho mayor cuyo enunciado general es “LA” Reforma del Estado.
Esa necesidad se basa en un hecho altamente discutible: el país no funciona debido a la forma como está organizado, a sus deficiencias constitutivas. Otros decimos no, el problema no es la fórmula sino quienes la elaboran y aplican. Por ejemplo, propone el Presidente reducir el número de diputados con argumentos muy similares a aquellos utilizados cuando se dijo y probó (y éramos menos habitantes), lo urgente de aumentar la cantidad de padres conscriptos y hacer senadores en serie.
En México la verdad de 1977 no es la verdad del 2009.
Y eso debido a una cosa, aquí la verdad no existe. Existen nada más las circunstancias, y la capacidad del político no consiste en cambiarlas sino en adaptarse a ellas y crear leyes de acuerdo con esas nuevas realidades, las cuales a su vez se derivan de la aplicación de los nuevos métodos, fórmulas y códigos.
No importa si en el camino de estos laberintos de la política se gastan millonadas. No es de ninguna manera un dispendio, es una forma generosa de distribuir el ingreso del gobierno.
—¿Cuánto hemos gastado los mexicanos en la creación de institutos electorales y tribunales para la misma materia? Millones y millones nada más para darnos cuenta cómo a pesar de esas instituciones se pueden dar fenómenos como el ya conocido en Iztapalapa o el de las “diputadas desechables” por propia voluntad, las famosas “Juanitas”.
Pero en fin, el Presidente cumple con su auto designado papel de reformista nacional y les entrega a los hombres y mujeres del Congreso un grueso legajo con sus propuestas. Si lo aceptan o lo destazan no habrá de importarle demasiado, pues la razón de ser de esos documentos transformadores es satisfacer la imagen; es ofrecer el rostro de un hombre cuyos desvelos tiene como única finalidad el bien de la patria.
Por eso nos propone entre otras cosas las candidaturas ciudadanas; la reelección de diputados, senadores, alcaldes y jefes delegacionales en el DF, cuando debió haber propuesto por ejemplo una Constitución para la capital del país y un nuevo Estado federal para abandonar este monstruo híbrido y mal confeccionado llamado DF.
Por eso hace suyos parcialmente los argumentos de otros políticos, cuya mirada de futuro se adelantó a la suya, como es el caso de Manlio Fabio Beltrones, quien ahora pasará por su tomógrafo aprobatorio las iniciativas calderonianas con los resultados previsibles.
Mucho polvo se alzará con estas divisiones, en especial con las relacionadas con la segunda vuelta electoral en elecciones presidenciales, propuesta no ayuna de paradójico contenido: quien se rehusó a un segundo conteo electoral en su caso, ahora propone una segunda vuelta para lograr certidumbre y peso.
Y si no se la aprueban, el Presiente podrá decir ufano: yo hice mi parte con toda la buena fe posible viendo en todo por el bien de México. Y colorín colorado.