Como muchas otras cosas de México el significado y estatura de lo mexicano, de la creación nacional, como la mejor definición y síntesis de un país completo, lo fui a advertir estando fuera. No me refiero a la nostalgia pura y simple para la cual los mexicanos carecemos de una palabra precisa, a diferencia de los gallegos con su morriña o los portugueses con la “saudade”. Los mexicanos simplemente nos sentimos lejos y fuera del mundo.
El mexicano “no se halla”. Al perder el suelo pierde igualmente su lugar en el mundo. Nada somos sin la fuerza magnética de la tierra o el agua propias.
La lejanía nos implica tristeza y reconcomio, incomodidad y a un tiempo orgullo íntimo y casi siempre silencioso. Presumidos y fatuos en la casa o en la multitud, somos discretos y callados en el extranjero, excepto en juegos de futbol o diversiones gregarias; viajes turísticos y cosas así.
Pero solos (cosa rara pues la soledad es nuestra peor circunstancia) somos discretos y cuidadosos.
A falta de otros atributos como la disciplina, el fervor, el estoicismo, la responsabilidad indiscutible e indeclinable, los mexicanos somos fundamentalmente (al menos este mexicano) sentimentales. Y cuando salimos al mundo, nos llevamos la patria envuelta en la camisa.
Hace muchos años conocí al maestro José López Alavez cuyo nombre quizá ya no le diga nada a la frustrada generación del Bicentenario. No sabe siquiera quién fue ni tampoco la obra breve y melancólica con la cual se metió en el corazón nacional con la suave insistencia de un zureo de paloma. …Y al verme tan solo y triste cual hoja al viento, quisiera llorar, quisiera morir de sentimiento…”
El músico visitaba con frecuencia el periódico donde yo trabajaba en el año 1970. No recuerdo quienes eran ahí sus amigos, pero un día en el cálido espacio de la redacción, le pregunté por su célebre canción mixteca.
–¿Por qué escribió algo tan triste?, le dije.
–Porque estaba triste, me contestó.
Hoy no lo podemos disimular ni mucho menos ignorar, México esta triste.
Como si el propio país se hubiera salido de su continente. Lo malo es darnos cuenta de algo peor, México, ya no se halla.
Ya no hallamos éxito con los modos habituales de aquellas viejas formas de convivir. Nuestros códigos se han quebrado, nuestra forma de resolver las contradicciones de la sociedad ya no solucionan nada sino por el contrario, enconan las actitudes.
Y en esas circunstancias nos encuentra el Bicentenario. Ya dentro de un mes y medio hablaremos de la Revolución; pero hoy escuchamos con un tono de nunca antes, el llamado de una patria hecha campana.
¿Entendemos el tañido? ¿Sabemos cual es su convocatoria?
Quizá no. En los 200 años de nuestra aventura independiente, de la voz original de 1810, con todas las contradicciones de la compleja sociedad novohispana, a la fecha sangrienta de nuestros días de hoy, hemos hecho un país destinado a la amargura y la frustración.
Durante la Independencia fuimos invadidos y mutilados. En ese lapso de dos siglos se abatieron sobre México todas las calamidades y aquellas no enviadas por la mala fortuna o la codicia de los imperios; las potencias y el mundo, fueron provistas por los propios hijos de la tierra.
Hemos conocido asonadas, golpes de estado, derrotas militares y palizas económicas. Hemos dilapidado riquezas al parecer infinitas; nos hemos bebido las aguas de las lagunas y hemos quemado en noches de lujuria el petróleo de las profundidades y hemos matado los árboles y los coyotes y nos hemos saciado en el festín del despilfarro y sin embargo hemos logrado, a pesar de todo, una patria peculiar y propia; extraña y conflictiva e incomprensible, en la cual, no obstante, la vida sigue hasta con una cierta alegría, de cuando en cuando.
“Te dará frente al hambre y al obús, un higo San Felipe de Jesús”, nos decía Ramón López Velarde a quien su religiosidad no le dejaba ver la higuera seca y la batalla perdida. Mucho menos la limitada potencia del santito. Pero aquí estamos y a cada vuelta de la noria tropezamos con los mismos horrores y seguimos por la vía, como aguinaldo de juguetería.
–¿De dónde vamos a sacar los mexicanos la fuerza para dejar atrás estos doscientos años, recuperar la herencia y preparar las dos centurias siguientes? ¿Cuándo volverá nuestra Nao de China a la Bahía de Acapulco?
Sin embargo de cuando en cuando hay momentos felices. Y a ellos debemos voltear los ojos. Deberíamos ver hacia arriba para buscar siquiera el trazo de un águila en el cielo. Y si no, por lo menos buscar el cielo en medio de tanto desamparo.
Esta generación no pudo hallar el camino al corazón de México. La conmemoración de las fechas significativas de nuestro curso poco nos dijo. No tuvo hondura ni nos permitió hurgar en la bondad del alma nacional pero al menos nos hizo reflexionar.
Hoy debemos convertir ese pensamiento hacia adentro ese plegamiento de la conciencia, en algo más. Quizá debamos hacer ahora un examen colectivo de conciencia, imaginar una patria fuera de las manos políticas, sin parásitos ni ladrones en los puestos públicos. Una casa hecha por y para sus habitantes lejos del sistema de castas con el cual se separan el burócrata y el ciudadano.
Quizá hoy no sea el tiempo del recuerdo ni la conmemoración sino del sueño. El anhelo de la eficacia, la tumba de la mentira.
–¿Cuántas veces podemos hacer y deshacer a México? ¿Cuántas manos y mantos de Penélope deben pasar frente a nuestros cerros y montañas alzados en el día y derrumbados por la noche?
No lo sabemos hoy ni nos han enseñado a preguntarnos de este modo. Pero si esas preguntas y muchas más en igual sentido no hallan respuesta pronta, si no le damos a este país un sentido más allá del dolido sentimiento de nuestra tristeza, el futuro será tan triste como el presente y las campanas de la patria se quedarán sordas y mudas.