Cuando Eleanor Roosevelt, viuda del presidente Franklin D. Roosevelt, pero con una trayectoria propia y a menudo distinta de las ideas oficiales de su esposo, desarrolló su importante labor en la fundación de las Naciones Unidas, tal y como ahora conocemos esa institución internacional, el presidente Harry Truman se refirió a ella como “La primera dama del mundo”.
Más allá de la cortesía, en la labor periodística y diplomática de Eleanor, como algunos le llamaban —y a quien a menudo se le colgaba el epíteto espantoso de “comunistoide”–, hay muchos momentos fulgurantes de anticipación a fenómenos actuales. Fue una innovadora, una pionera de causas feministas reales, sin tanto rollo ni tanta alharaca como veríamos después.
Si la palabra no estuviera tan devaluada (hasta L.O. se la aplicó a Trump) podríamos llamarla una visionaria.
Pero no todo fue miel sobre hojuelas. Harry Truman nombró a Eleanor miembro de la delegación estadounidense ante la recién creada Organización de las Naciones Unidas.
“…Harry Truman la nombró al frente de la delegación estadounidense ante la recién creada Organización de las Naciones Unidas. La propia Eleanor contó en su autobiografía cómo sus compañeros la ningunearon hasta que, en 1947, la Asamblea General de la ONU decidió preparar una declaración de derechos humanos que sintetizase las alusiones a dichos derechos recogidos en su carta fundacional y la situación cambió…”
Hoy, cuando Kamala Harris comienza a caminar en terreno minado de una campaña presidencial cuyo opositor ha desarrollado la mitad de su segundo camino a la Casa Blanca en los juzgados y tribunales y la otra en el fomento mediático del nacionalismo exaltado e infrutuoso del americanismo populista, hay una ventana abierta.
La señora Harris, prácticamente irrelevante durante los meses de su vicepresidencia, como suele ser en ese cargo cuya esperanza es la desaparición o inhabilitación del presidente, pareció florecer como una planta puesta de pronto al sol gracias a la decisión (forzada y malhumorada) de Joe Biden de cancelar su campaña por la reelección. Como Lyndon Johnson, aunque por otras razones.
En el pensamiento de Eleanor Roosevelt, cuya columna leíamos hace sesenta años en el periódico “La prensa” de esta ciudad, hay algo imprescindible para nuestros días. Los demócratas deberían luchar por su cabal comprensión. Y no me refiero sólo a los miembros del PD de los Estados Unidos; no, a todos quienes crean en la democracia como gran herramienta de la convivencia social y un camino acertado para la justicia.
“Tenemos que afrontar el hecho –decía–, de que o vamos a morir juntos o vamos a aprender a vivir juntos. Y si vivimos juntos, tenemos que hablar…”
Hablar es muy diferente de insultar.
Hablar no es gritar, exaltarse o mentir deliberadamente.
Hablar es dialogar, intercambiar, abrir la boca pero también el entendimiento.
Hablar también es escuchar al otro, aunque ahora resultará más difícil si el otro lleva una oreja tapada.
La señora Harris podría también reflexionar en estas ideas. No todas son de Eleanor, pero todas deberían ser guía para cualquier feminista (o simplemente mujer), aquí y en los Estados Unidos.
«Las mujeres con buen comportamiento rara vez hacen historia».
«Nadie es libre hasta que todas y todos somos libres» (Fannie Lou Hamen).
«No estoy aceptando las cosas que no puedo cambiar, estoy cambiando las cosas que no puedo aceptar» (Angela Davis).
Obviamente la campaña de la señora Harris comienza tarde. Pero la bienvenida de los casi 70 millones de dólares en contribuciones casi instantáneas a su irrupción en la contienda, antes de la convención, son un buen síntoma.
Obviamente Trump y los republicanos más cavernícolas exprimirán hasta el extremo el asunto del tiro, la oreja y la intervención divina, pero algo nos ha quedado claro a todos en este mundo: si Dios interviniera realmente en la política, nadie ganaría una batalla, porque no habría guerras.
No debemos olvidarlo: somos descendientes de Eva, pero hijos de Caín.