Hasta hoy no conozco a ningún periodista en cuyo interior no anide la sombra de Ernest Hemingway, sobre todo la del combatiente en la guerra de España. Si no se puede escribir con su maestría sí se puede decir, yo estuve en una guerra. La mayoría de mis contemporáneos (as) ha estado al menos en una escaramuza; un bombardeo, una refriega.
Los más jóvenes no pudieron ir a Tlatelolco pero de todos modos se sienten Oriana Falacci. Y quien más quien menos toma una cámara y se cree Robert Cappa en busca de su miliciano acribillado.
Todos queremos conocer alguna vez la experiencia de la guerra, como si el ejemplo de George Orwell en las batallas del frente catalán estuviera siempre presente o todos estuviéramos reservados para ocupar el lugar de Kapuscinski.
Por cierto, a Hemingway una granada le jodió para siempre una rodilla y a Orwell le metieron un tiro en el cuello. A Oriana la cobertura le costó un balazo y al reportero de El Día Rodolfo Rojas Zea, le fue peor: un tiro le perforó una nalga.
Recordaba la Falacci:
“…Hoy en la mañana cuando me llevaron a rayos X unos periodistas me preguntaron qué hacía en Tlatelolco: ¿Qué hacía, Dios mío? Mi trabajo. Soy una periodista profesional” A cambio de eso toda una generación aprendió periodismo —o creyó aprenderlo—exhibiendo su libro de entrevistas en el anaquel.
—Cuando se “cubre” una guerra se debe entrar con las tropas ganadoras, recomendaba Manuel Mejido, quien (por cierto) hizo el mejor trabajo en el mundo sobre el golpe de Estado en Chile.
El problema de cubrir una guerra “incivil” como hoy se desarrolla en México, donde el Estado ha declarado un estado bélico muy extraño, radica en no saber cuál es el bando ganador siquiera para entrar con él a una zona segura. Uno supone victorioso al gobierno, pero no conoce a los combatientes del otro lado. Después, como en Durango (ante la ceguera sospechosa del gobernador), el periodista se viene a enterar de lo peor: el bando de los “malos” cuenta con el auxilio de los “buenos”.
Hoy el gremio periodístico se ha sacudido.
El diario El Universal (entre otros) publica seis puntos precedidos de esta presentación:
“Periodistas de varias redacciones de medios de comunicación, a raíz de la liberación de nuestros compañeros periodistas, secuestrados la semana pasada, manifestamos que…”. Y a continuación un prontuario al cual uno podría adherirse si supiera al menos quién lo propone y cómo se puede llevar a la práctica la reflexión profesional colectiva a cuya convocatoria nadie puede oponerse.
¿Cómo vamos a uniformar los criterios editoriales en medio del tradicional canibalismo? ¿En verdad los periodistas tenemos quién nos represente?
Sí y no. Algunos estamos presentes en las actividades del Club de Periodistas de México, el Club Primera Plana o la Academia Nacional de Periodistas de Radio y Televisión o la Fapermex, pero ¿hay alguna organización a la cual todos debamos afiliarnos como en otros países se hace con colegios de formalidad obligatoria? No; por fortuna.
La profesión es a veces riesgosa. Y eso no se puede evitar. Lo necesario no es hacerla segura por decreto o por capricho o por susto de quienes han visto recientemente secuestrados a compañeros, por los cuales reaccionaron como no lo hicieron nunca en las decenas de asesinatos o desapariciones previas.
Tampoco dejará de ser peligroso el oficio si en casos extremos el gobierno nos toma de la mano e interviene nuestros medios para proteger las cortinas de silencio, como alguien ha propuesto. La profesión será más segura si logramos un país más seguro; no si cegamos la transmisión y nos marchamos de vacaciones.
El problema, según yo, esta mal planteado. La obligación del gobierno no es cuidar periodistas; es generar condiciones sociales de seguridad colectiva. Y entre otras cosas, para conseguirlo, debe terminar con la impunidad y decirnos cómo han sido las negociaciones (cuando las ha habido) y cuándo se van a investigar en serio los crímenes contra tantos compañeros.
Hasta ahora, la única respuesta en diez años ha sido una fiscalía inútil en la PGR y una innecesaria comisión legislativa en San Lázaro, dizque para protegernos.
No hay gobierno en el mundo capaz de impedir la comisión de los delitos. Pero tampoco hay otro —como el nuestro—, cuya respuesta cuando los delitos se cometen sea la impavidez. Eso ha pasado en los agravios contra periodistas.
De pronto vemos cómo los periodistas se multiplican como el maestro aumentaba los peces y los panes. Nunca habían (mos) sido tantos. Todos los académicos y académicas cuya presencia convierte a los medios de hoy en aulas virtuales, se disputan la representación de una cofradía en cuyos más bajos estamentos nunca los vimos.
Ellos saltaron de la banqueta del ITAM a la página editorial como conciencia de la patria, pero se saltaron lo de en medio; es decir, no conocen el oficio sino por el barniz. Por eso resulta hasta grotesca su convocatoria a la unidad gremial como solución a las agresiones.
Apunte final
Yo no le cambié la grafía a Marcela Gómez Zalce. Fue el “ciberduende”