El país ve con los cambios anunciados ayer cómo los altos cargos del servicio público son apenas los accidentados escenarios para la distribución de oportunidades, ascensos y castigos; premios, condenas y anatemas. Una vez salvada la supersticiosa ocasión de hacer cambios en el equipo de trabajo y anunciarlos el martes 13, a pesar del conocimiento general de su inminencia, el presidente de la República decidió encadenar la TV (como viene siendo su costumbre) para decirnos ahora con quiénes piensa gobernar en los años restantes de su extraña administración.
Obviamente la Constitución (artículo 89) le otorga plenamente las facultades para nombrar y remover a sus colaboradores cercanos sin consultarlo con nadie. Ni siquiera con la almohada.
Esa capacidad absoluta tiene una arcaica relación con el presidencialismo. Si el Ejecutivo puede poner y quitar a quien desee y cuando le plazca sin trámite ninguno, sin procedimiento conocido, sin trámite más allá del telefonema, la fidelidad (o la sumisión irreflexiva e infecunda) está asegurada.
Tanto como para auspiciar en algunos casos espectáculos tan patéticos como vimos en los últimos días de Fernando Gómez Mont quien soportó filtraciones y acoso mediático en el nombre de una muy particular forma de comprender la lealtad. Don Fernando estaba muerto desde su renuncia al PAN. Sin embargo caminó por el mundo de los no vivos desperdigando frases rimbombantes durante cinco meses hasta terminar con una declaración insignificante: creo en Dios. Sólo le faltó decir, aparta de mí este cáliz.
Pero más allá del ejercicio de las facultades presidenciales, el país ve con los cambios anunciados ayer cómo los altos cargos del servicio público son apenas los accidentados escenarios para la distribución de oportunidades, ascensos y castigos; premios, condenas y anatemas. Si ya era el gabinete una asamblea de medianías, hoy se achica una vez más.
Quizá tenga razón Claudio X. González cuando dice (Reforma 14 de julio): “Calderón es un árbol bajo cuya sombra no crece nada.”
Sin embargo hay cosas de fondo por las cuales deberíamos preocuparnos un poco más.
La operación de las instituciones en cuanto a la atención de los asuntos públicos; la continuidad de los programas, la eficacia del quehacer burocrático, el rumbo del país y todas esas supuestamente importantes y resueltas mediante la función pública carecen de interés para el gobierno. Y no para este gobierno, para todos los antecedentes. Los cargos administrativos se otorgan en función de méritos políticos; no de capacidades en la gestión.
Por ejemplo: en 1973 como parte de la Reforma Administrativa emprendida por José López Portillo y ejecutada (hasta donde se pudo) por Alejandro Carrillo Castro, se iniciaron las batallas burocráticas en pos de una cédula ciudadana de identidad. Nada ha ocurrido desde entonces.
Anteayer, con la soga en el cuello antes de su caída, todavía Fernando Gómez Mont presidía en la Cámara de Diputados reuniones muy pomposas en torno de la cédula de identidad. Pura simulación. Hasta los periodistas sabíamos de su ya ocurrida defenestración.
Hoy llega a Bucareli un señor desconocido para medio mundo y sin importancia para la otra mitad. Se llama Francisco Blake Mora, era secretario de Gobierno en Baja California y no se le conocen prendas más allá del desempeño provinciano y la amistad con el Presidente, todo lo cual no es mucho mérito.
Viene de la distante Baja California donde al PAN le crujen todos los huesos del esqueleto por la más estrepitosa derrota electoral desde la “alternancia” de los últimos años. Ahora el PRI se ha llevado el santo y la limosna.
Hoy, si bien le va, tardará algunos meses en adentrarse de los asuntos del ministerio bajo su responsabilidad, entre otros saber dónde queda su oficina. Su caso recuerda a aquel millonario tejano cuyos capitales contribuyeron a la campaña de Kennedy.
Se presentó en Washington y le pidió al presidente a cambio de su previsora generosidad un cargo imposible.
—No puedo, ese cargo es para un hombre políticamente importante.
—Pues si me nombras me convierto en un hombre políticamente importante. Kennedy le dio con la puerta en las narices. Aquí no pasó eso.
Por otra parte a la señora Patricia Flores Elizondo se le adjudicaron poderes por lo visto inexistentes. Su verdadera capacidad política era decirle sí al señor presidente tantas veces como fuera necesario, hasta hartar a los envidiosos.
Eso la malquistó con los demás integrantes del “círculo íntimo” quienes la cercaron hasta echarla. De un papirotazo el licenciado Calderón la mandó al limbo. Y con ella a los rumores. Ya eran imposibles sus diferencias con César Nava, Max Cortázar y Ernesto Cordero.
Pero el equipo se recompone y alguien podría decir se descompone.
Un empleado de Pulsar llega a la Secretaría de Economía, dependencia cuya grisura ya nos parece crónica de toda gravedad. Sojo, Ruiz Mateos y ahora un señor Ferrari a quien tampoco nadie conoce. Tres secretarios de Economía y un subsecretario de Pymes ascendido a secretario de Sedesol y para algunos el caballo negro en la carrera a la candidatura del PAN para 2012. Eso es todo en un área cuya importancia debería dar mejores frutos.
Ni siquiera podemos decir más de lo mismo. Ahora diremos, menos de lo mismo.