En el buscar y rebuscar papeles durante los días de reposo quirúrgico, en el fin de año, me encontré con una vieja fotografía (1997).
Gabriel García Márquez –en el deslumbrante fulgor de su fama–, entra al salón donde se inaugura el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española en la ciudad de Zacatecas. Yo camino detrás de él. Obviamente no íbamos juntos. Yo –como pudo cantar Álvaro Carrillo–, soy un “humilde reportero”.
Ese congreso les permitió a los hispanohablantes reunir a sus tres Nobel de entonces (ya habían muerto Neruda, Mistral y Asturias), y mostrarles a los orgullosos españoles, cuyo rey Juan Carlos de Borbón estaba en el encuentro, las alturas insuperables de las letras latinoamericanas.
Octavio Paz, Gabriel García Márquez y Camilo José Cela. Vargas Llosa –para abultar el marcador– lo obtendría a la vuelta del siglo en 2010.
Las carabelas ya iban de regreso, dijo no sé quién. Carlos Barral, creo. O Carlos Fuentes, da igual.
Pero donde hay un latinoamericano, en especial un colombiano embrujado por el “ballenato”, siempre se arma el relajo. Nada de cuanto ahí se dijo superó la provocación del “Gabo”: abolir la gramática, las reglas y las camisas de fuerza de la lengua.
“…Nuestra contribución no debería ser la de meter la lengua en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros.
“Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos…”
Obviamente esa propuesta ni era seria ni tampoco original. De manera más filológica la había sustentado, mucho tiempo atrás; otro premio Nobel: Juan Ramón Jiménez, quien dijo algo similar en primera mitad del siglo pasado (Instituto Cervantes):
“…El amor a la sencillez —o, mejor dicho, el odio hacia lo inútil—, la huida de la pedantería y la certeza de que es la escritura la que ha de rendirse al diálogo, y nunca al revés, fueron los motivos sustanciales en los que apoyó el poeta (Jiménez) sus representaciones pictóricas de los sonidos vitales del habla.
“Consideraba las normas ortográficas añadiduras absurdas incapaces de penetrar en el significado de la palabra:
«¿Para qué necesita «hombre» la «h»; ni otra, «hembra»? ¿Le añade algo esa «h» a la mujer o al hombre?».
“Le gustaba asegurar, además, que su jota era «más higiénica que la blanducha «g»», que escribía así porque era muy testarudo y que, para él, «el capricho es lo más importante de la vida».
Si Don Juan Ramón Jiménez cuya testarudez –por otra parte– lo llevó a sostener uno de los peores y más largos pleitos literarios y políticos de la poesía en español por su desdén a Pablo Neruda (“el mejor de los malos poetas”, le llamaba ), tuviera razón a estas alturas, podríamos referirnos a la señora Clara Brugada, candidata al gobierno de la Ciudad de México, como la señora “Brujada”, cosa absolutamente impropia no sólo de caballeros sino de personas educadas.
Pero si el Nobel chileno era el mejor o el peor de los malos poetas, es cosa ahora más allá de la discusión. Fue el mejor propagandista de Stalin, pero eso no fue lo único en su vida. Hizo cosas peores.
Todo esto me pone a pensar en el cuadrilátero de los poetas y los novelistas. Los rudos, serían “El gabo” y Vargas Llosa (con todo y el putazo a Gabriel). Los técnicos, los poetas Jiménez y Neruda. Relevos australianos.
Ganarse un premio Nobel para desperdiciar el tiempo y la fama con tantas futesas, como la G o la J; la gramática o el canto del burro, la bruja o la bruga…
Ganas de perder el tiempo.
¡FELIZ AÑO NUEVO!, PUES.