Envuelto en el humo de sahumerios y braceros, con la banda presidencial cruzada sobre el ufano, inflamado y anchuroso pecho; henchido de satisfacción rotunda, con la mirada al cielo y las manos hacia el padre sol (era de tarde y el astro ya se iba), el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, quien había jurado ante el Congreso nacional cumplir y hacer cumplir la Constitución, recibió en la vespertina hora del primero de diciembre del feliz año 2018 de nuestra era, de manos de don Longino Hernández, en nombre de los pueblos indígenas (como si hubiera una imposible unidad étnica), dos símbolos sincréticos y quizá contradictorios, un crucifijo de rústica madera y un palo de ocote forrado de listones: el mítico, simbólico y sagrado bastón de mando de alguna comunidad serrana.
Y fue entonces cuando en el primer acto no republicano de su incipiente gobierno, el presidente de los Estados Unidos Mexicanos se arrodilló para recibir el aroma del copal y fundirse con esa abstracción llamada por él y algunos de los suyos, el México profundo.
Pero profundo o superficial ese México le mereció impulsos de veneración y culto a los símbolos del poder sin poder, mientras ostentaba el único y verdadero poder nacional: el constitucional, derivado de un proceso jurídico; símbolo aquel, cuyo valor antropológico ofrece entregarle a quien resulte elegido (a) coordinador (a) de los Comités de Defensa de la Cuarta Transformación.
Nadie sabe el significado real de ninguna de esas frases. Ni los comités, ni la Cuarta Transformación; pero eso es parte de la maravilla comunicacional de este líder de masas, luchador social (dicen), agitador político (dicen otros), cuya habilidad para el disfraz lo hace predecible pero incontenible.
Y así, de hinojos, escuchando sin comprender una catara de sílabas en uno de los tantos idiomas originarios de esta diversidad cultural y ancestral, el presidente alzó también las manos y los ojos al infinito. Fue algo como de Cecil B. de Mille.
Casi cinco años después promete entregar (ese o una réplica), el bastón de mando a su seguro sucesor.
–Ah, lo voy a entregar el 6, el 6. Ya tengo, además, hasta el bastón, ya lo tengo
–¿Se va a ser formal la ceremonia y va a ser aquí en Palacio?
–No, no, aquí no se puede, si es el movimiento, o sea, es el movimiento de transformación. No es aquí. Es un bastón de mando que ni siquiera va a tener los tres colores de la bandera (como la olvidada banda legítima del 2006), como son los bastones de mando de los pueblos de Oaxaca.
“…Es un bastón de mando que sí va a tener sus cintas, porque así son los bastones de mando, pero de todos los colores.
–¿Fue el que le entregaron el Zócalo?
–No, ese no, ese no.
–¿Cómo va a ser ese momento en el que usted entregue el bastón de mando, presidente? ¿Cómo va a ser el momento? O sea, es una cuestión, sí, interna, pero usted está anunciando públicamente que lo entregará. ¿Cómo va a ser la entrega?
–Ya vamos a verlo, vamos a ver.
–No sé, todavía no sé, pero sí lo voy a entregar, porque ya a partir de que yo entregue el bastón de mando ya la dirección del movimiento por la transformación ya va a estar a cargo de quien reciba el bastón de mando…Yo sigo gobernando hasta que entregue la banda presidencial, pero el movimiento del cual surgimos, que es un movimiento de transformación, yo lo he venido dirigiendo, encabezando, aunque no de manera directa, sino con mi ejemplo, y ahora ya llegó el momento de que yo entregue la dirección del movimiento…”
Frente a este deliberado galimatías entrs los símbolos tribales y los nacionales; la confusiíjnnenhrre el gobierno y el movimiento, el sol camina rumbo al ocaso.