El 19 de abril –ayer–, es una fecha memorable en la crónica de este sexenio.

Marca el punto cenital –hasta ahora–, del divorcio entre el presidente de la República y la realidad.

No sólo esa parte real de la vida pública determinada por la vigencia de los demás poderes republicanos, sino por el conjunto objetivo de circunstancias relacionadas con el ejercicio del poder, hoy distorsionado por las obsesiones personales y la ausencia de un discurso renovado, fresco, útil, capaz de resistir las evidencias de tantos fracasos acumulados en el reciente lustro (casi).

Pero ahora importa nada más el Poder Judicial.

Cuando el presidente descalifica a la Suprema Corte de Justicia y la acusa de estar al servicio de la cúpula del poder, parece ignorar quien es el arquitecto y propietario de esa enorme bóveda; él.

La cúpula del poder ya no la forman –si alguna vez la representaban plenamente–, ni los empresarios (sus organismos agrupados en el CCE no tienen fuerza alguna, excepto para pagar boletos de una rifa inexistente); ni el clero, ni el capital extranjero, ni la derecha política hoy menguada e incapaz; mucho menos el PRI; no.

Por decreto suyo el conservadurismo, su enemigo natural (o sea el resto del mundo), ha sido derrotado y no tiene (él lo ha dicho), ninguna oportunidad de regresar al poder máximo: la silla presidencial. Tampoco existe más aquello denominado por él,  “mafia” tan poderosa en los años de su interminable campaña.

La única cima de poderío político, hoy, la tiene Morena, con 22 gobiernos estatales, una fortísima presencia en las Cámaras; un Ejército metido al contratismo y la obra pública, entre otras cosas inabarcables; un Ejecutivo inflexible y caprichoso capaz de acuchillar todo cuando no se ajuste a sus designios administrativos de extinción para engrosar los fondos de sus nóminas dadivosas.

No se trata de mejorar la administración pública extinguiendo instituciones para lograr el sueño neoliberal de “adelgazar” al Estado obeso y adiposo; no, se busca aumentar los fondos de los programas socio electorales en apoyo de la campaña del sucesor a través de un ejército de estómagos agradecidos por las dádivas, convertidos en una amplísima masa clientelar de votantes cautivos. Eso es todo.

–¿Cómo hablar entonces de una Corte sometida a los mandatos de una cúpula inexistente?

Hoy; como pocas veces antes, el tribunal ha actuado en defensa de la Constitución, con la vergonzosa excepción de quienes no usan toga sino librea. Una vergüenza previsible.

Pero la fecha también marca un punto notable: el poder como anticipación de la nostalgia inminente.

Cuando el Ejecutivo comienza a hablar de su último informe, de los renovados asientos en el Congreso, de la última reforma constitucional confeccionada desde ahora como legado casi postrero, para lograr la anticonstitucional maniobra rechazada apenas hace horas, exhibe un apetito jamás satisfecho de autosatisfacción.

La terquedad como mérito, sobre cuya dura disciplina montó la estructura de su vida, hoy se exhibe no como una prenda del carácter, sino como un capricho senil. Una última patada en el ahogo del tiempo.

La repetición del mantra Calderón-García Luna, asociado a una decisión jurídica del Poder Judicial no podría haber sido más fallida. No hay relación alguna. Y en cuanto al anticipo corruptor, fue un escupitajo al viento.

Si la Guardia Nacional alejada de la férrea disciplina militar inevitablemente se va a corromper en las manos de Rosa Icela, eso no significa el retorno al pasado sino la advertencia de incapacidad de la responsable.  

–¿No va a poder esta neófita secretaria  –cuyo conocimiento de asuntos de Seguridad Pública salió de la ocurrente chistera del señor presidente– impedir la corrupción de un cuerpo operado en los hechos por un militar bajo sus órdenes (o su coordinación, para suavizarlo)?

Entonces la señora sería una inepta además de otras cosas. Nadie se lo había predicho antes.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona