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En cualquier estudio sobre comunicación la palabra ruido significa estorbo, vicio, obstáculo para lograr la necesaria conexión ente receptor y emisor. No todo el ruido es audible. No siempre se percibe, algunas veces es algo —por extensión— perceptible por la presión, por el enrarecimiento del ambiente, como sucede en estos días en la Suprema Corte de Justicia donde las vuvuzelas africanas, cuyo estruendo aturde a los mundialistas, son cosa de monjes con voto de silencio.

De seguir así las cosas, el dictamen final de la Suprema Corte Justicia no se parecerá en nada al proyecto original del ministro Zaldívar Lelo de Larrea ni al documento generado hace un año por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.

De pronto habrá aparecido un Nerón sonorense causante de la hornaza. Eso si nos vienen a decir cómo fueron hallados los niños muertos debajo de sus camas o sus cunas.

Pero no es nada más en este caso en el cual las trompetas estrepitosas han generado ruidos cuya intensidad cambia las cosas. Hay otros asuntos nacionales de extrema gravedad donde el zumbido de “la grilla” (el ruido de los élitros sin necesidad de cornetones) ha producido consecuencias inexplicables. Uno de ésos tiene relación con Pasta de Conchos.

Este ejemplo muestra la inconexión entre el mundo judicial y el mundo de fuera de los tribunales y, por tanto, la inoperancia de un sistema cuyos engranes no tienen dientes. Cuando se llega a la última palabra, siempre hay una escapatoria. Mire usted:

El pasado 15 de mayo el periodista José Ureña documentó de manera exhaustiva, con documentos completos, la forma como la justicia mexicana calificaba el culposo desempeño del gobierno federal y su responsabilidad, incluso penal, en el derrumbe de la mina coahuilense (el peor desde la desgracia de Barroterán) debido a un conjunto de irresponsabilidades en la inspección de las instalaciones industriales en complicidad con la empresa de Germán Larrea, quien desde entonces no ha dicho siquiera un falso pésame. Todo se le ha ido en perseguir a Napoleón Gómez Urrutia de cuyas culpas hablaremos en otra ocasión.

Con base en el análisis del documento judicial, el periodista Ureña escribió:

“En la muerte de los 65 mineros en la mina Pasta de Conchos, Coahuila, en 2006, hubo “responsabilidad administrativa del Estado mexicano”, determinó por unanimidad la Tercera Sala del Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa.

Es decir, subraya la sentencia, el accidente fue “a consecuencia de la irregular actividad administrativa desplegada por la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS) al solapar el incumplimiento de las normas de seguridad que establece el artículo 123 de la Constitución federal”.

“Dicha dependencia federal, entonces a cargo del hoy diputado federal panista Francisco Javier Salazar, tenía la obligación de supervisar las condiciones de explotación del yacimiento y las condiciones de higiene y seguridad, mas no lo hizo.

“En consecuencia, el tribunal condenó a la dependencia, hoy manejada por el ex priista poblano Javier Lozano Alarcón, a cubrir los daños económicos derivados de aquella actividad administrativa irregular de la citada secretaría.

Las vuvuzelas y la justicia“La sentencia de carácter inapelable está sustentada en el artículo 16 de la Ley Federal de Responsabilidad Patrimonial del Estado, mediante la cual éste se hace cargo de errores, omisiones e incumplimiento de obligaciones de sus empleados”.

Aquí cabe decir algo interesante: para evitar consecuencias a la irresponsable conducta de Javier Salazar el Partido Acción Nacional lo hizo diputado federal. Ya con fuero legislativo tuvo tres años de “gracia” e inmunidad. Como la sentencia apareció este año, para cuando él concluya su periodo en San Lázaro habrá logrado la impunidad.

Cualquiera, en especial si ha nacido en un país institucionalmente vertebrado y no en esta sucursal de Ruanda, habría pensado en las consecuencias punitivas de tan sonora sentencia. Pero a ningún mexicano le sorprende haber conocido lo contrario: en lugar de castigar a los responsables de la mina, en vez de ordenar una búsqueda definitiva de los cuerpos ahí sepultados y en sustitución de una satisfacción a las familias, sucedió todo lo contrario: La Secretaría del Trabajo y Previsión Social (co-responsable del accidente y las 65 muertes) se adhirió a la empresa y convalidó la clausura de las instalaciones mineras, la expulsión de los deudos de los mineros muertos y el taponamiento del socavón.

En este caso, literalmente, le echaron tierra al asunto.

“El 19 de febrero de 2006 —dice la sentencia—, a consecuencia de la irregular actividad administrativa desplegada por la STPS al solapar el incumplimiento de las normas de seguridad que establece el artículo 123 de la Constitución federal, en la mina de carbón denominada Pasta de Conchos, ubicada en el ejido Santa María, municipio de San Juan Sabinas, estado de Coahuila, se provocó un siniestro de magnitudes sin precedentes en México, en el que murieron 65 trabajadores de la industria minera, así como resultaron lesionados otros 11”.

El 8 de junio el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (SIDIDH) publicó esta información:

“…la Organización Familia Pasta de Conchos, en dos boletines urgentes emitidos por ellos el día de hoy, informa que a tan sólo horas de diferencia de la violencia ejercida contra los trabajadores de Cananea, a las 2:15 de la madrugada, hizo acto de presencia un convoy de la policía estatal de Coahuila escoltando automóviles para que Grupo México se posesionara de la mina 8 Unidad Pasta de Conchos”.

¿Y la sentencia del tribunal, apá?

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona