Muchos de mis compañeros me lo decían con algo parecido a la íntima satisfacción de las cosas prohibidas.
Una pequeña osadía política. Un goterón de independencia frente a los medios y los patrones rejegos, un instante de voluntad anti sistémica, un alambre roto en el cerco informativo, esa genial impostura para lograr difusión sin pasar por la caja.
–Mañana me voy a reunir con Andrés, vamos a desayunar en mi casa. Otros lo hacían en la de él. Todo era discreto, todo era muestra de una confianza ganada paso a paso.
La confidencia tenía mucho de ociosidad y algo de ostentación por la audacia cívica, por la aventura opositora, por el gramo correspondiente al gran tonelaje del opositor más notable de los últimos tiempos; el rebelde, el indomable, el infatigable agitador capaz de recorrer casi a pie, uno por uno, todos los miles de municipios de la República en un peregrinaje junto al cual, quedaba corto el Camino de Santiago; el hombre capaz de arrastrar al pueblo y levantarlo en gritos de oposición de Macuspana a la Ciudad de México.
Me arriesgo, me expongo; Gobernación vigila las visitas a la casa de Copilco. Todos los teléfonos están “alambreados”, todo se sabe, todo se registra; pero a mí no me importa.
–¿No quieres venir? Si quieres le digo.
No quiero, decía yo. No me interesa.
Y así fueron, marginalmente, sin militar en las filas de la Revolución Democrática, ayudantes y promotores de una figura cuyo crecimiento era notable año con año, por no decir día con día. Ahí estaba la TV libre, la radio desafiante; la columna comprensiva.
José María Pérez Gay no se fatigaba en los análisis provechosos. Debes hablar con él, yo te organizo una comida o un café. Es un fenómeno de masas, es un político notable, notabilísimo.
–No; Chema, no me interesa.
Resultaría inútil a estas alturas ofrecer en esta columna los nombres de todos aquellos a quienes la figura tabasqueña cegó con el fulgor su rollo interminable, de su discurso tan parecido a una prédica, a un sermón o una homilía benefactora, pero ahora todos ellos son víctimas de su dedo en llamas, del vitriolo de sus anatemas, de la condena, del señalamiento desde la cima.
Algunos se hicieron cercanos a través de los hijos. Otros se compadrearon con él, algunos más compartieron hasta el edificio.
Mercenarios, corruptos, inmorales, empleados de los camajanes, de los conservadores; añoran los tiempos de la dádiva, todo eso les dice de viva voz o a través de sus empleados, por medio de la señorita de lectura tartamuda o del vocero oficial; ahora los atrevidos de entonces, los crédulos (sinceramente o no), son el blanco de los ataques cada vez más recios, cada vez más directos, más descarnados.
Hay muchos ejemplos, pero solamente consignaré dos, porque las personas aludidas lo han hecho público previamente. Uno es Sergio Aguayo, ensayista de prestigio. El otro es Santiago Creel, actual presidente de la Cámara de Diputados.
Dijo Aguayo hace unos días ante la crítica presidencial:
«…Sigo siendo el mismo al que (le) pidió (y del que obtuvo) apoyos muy precisos sin recibir un centavo a cambio; al que (le) ofreció un cargo en su gabinete si ganaba las elecciones en 2006 y el que escribió un libro (“Vuelta en U”) demostrando el fraude de aquel año…
«…Yo no he cambiado, usted sí. Yo estoy satisfecho con mi vida, usted vive en el agravio».
Y Santiago Creel:
“Cuando el presidente López Obrador me conoció, en el año de 1995, él acudió a mi despacho durante varias ocasiones, con su hijo mayor, José Ramón.
“Mi despacho estaba en el edificio Omega, tenía yo tres pisos, ocupaba casi 4 mil metros cuadrados, era el socio director de ese despacho y acudió conmigo para que lo asesorara legalmente”.
“Presidente López Obrador, con todo respeto, usted sabía que yo, cuando acudió a verme, era un abogado consolidado, con uno de los despachos más grandes del país y de mayor calidad desde el punto de vista jurídico; con oficinas en México y en el extranjero y esto yo no lo heredé, lo hice, con mi licenciatura en la UNAM, de la cual estoy agradecido de por vida y por eso sigo dando clases en la Facultad de Derecho, ahora en la división de estudios de Posgrado…
“…Pero no solamente eso, presidente López Obrador, lo que más me lastima es lo malagradecido que es. En aquella época ¿Cuántas veces no fue a mi casa? ¿Cuántas? Esto fue hace 30 años, presidente, o casi 30 años. Usted vio mi manera de vida, el patrimonio que tenía en mi casa, cómo lo recibí, los muebles que había en mi casa, los cuadros, todo eso lo sigo teniendo igual, no vivo ni más ni menos, como vivía hace 30 años, presidente”.
Y más:
“…Es un desagradecido y es un mentiroso y es muy grave”, porque sus mentiras no las dice Andrés Manuel López Obrador, las dice el jefe del Estado mexicano, que merece todo mi respeto por su investidura, pero no por lo que está diciendo. Presidente, no caiga tan bajo…”
El reciente ataque a Creel tuvo como antecedente la marcha del domingo pasado. Pero el zaherimiento a los periodistas, columnistas antes utilizados, y en general, personas de los medios, viene de tiempo atrás.
Recuerda aquella anécdota atribuida a tantos como para ya no saber cuál versión es la correcta.
–Licenciado, Fulano de tal anda hablando muy mal de usted….
–¿De mí habla mal? Qué raro, nunca le he hecho un favor.
Posiblemente en ambos casos haya un error de percepción: el cambio de personalidad. Aguayo dice yo no he cambiado, usted sí. Lo primero me consta. Lo segundo no.
El caso es sencillo, muchos ilusos de ayer se topan con la verdad de hoy. Y no la entienden. O hacen como si no la entendieran, en abierta ignorancia de aquella frase confuciana: si quieres conocer a alguien, dale poder.
El poder no transforma; revela.
Imagen/Cuartoscuro