Nos lo había prometido el señor presidente: en esta marcha triunfal, conmemorativa, festiva y de multitudinaria elocuencia, espejo de la gratitud, reflejo de la bondad política, el Movimiento de Regeneración Nacional, nos iba a revelar su nombre definitivo, esas palabras con las cuales la historia debe recoger tan luminosa etapa de la historia mexicana, cuyo propósito de alcanzar la Cuarta Transformación, mediante la Revolución de las Conciencias, se debe enmarcar en el “HUMANISMO MEXICANO”.
Hasta hoy, en ninguna de las corrientes filosóficas conocidas por las pobres entendederas de este aporreateclas, se había otorgado al humanismo un gentilicio de tan abrumadora y limitante contundencia.
El pasaporte expedido ayer al humanismo coloca a Terencio, y su frase “Homo sum, humani nihil a me alienum puto”, a la cual –si pudorosamente pasamos por alto la última palabra– (para no generar sanciones de la FIFA), podríamos traducir como, «Nada de lo humano me es ajeno», cuyas letras esplenden, por cierto, en el lema de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, centro de estudios, como todos sabemos, por encima de la tradición y calidad académica y científica de Princeton, La Sorbona o la UNAM y el Instituto Patrulla. Bueno, este quien sabe. Pero, en fin.
Pero por una de esas casualidades de la vida, algo notable resulta de esta definición. Ayer mismo Enrique Dussel, filósofo de oficio y ex rector de la Universidad de la ciudad de México, a la cual nada de lo humano le es ajeno, sobre todo el humanismo mexicano, debemos ahora suponer, definió a nuestro señor presidente como un ungido. O sea, con aceite taumatúrgico en la frente. En la crisma, pues.
La crisma del hombre con carisma.
Como un mesías, dice. No en un sentido irónico como lo hizo Krauze en son de chunga irreverente , con aquella tropicalización, sino en el sentido weberiano del conductor elegido por el pueblo; no del poderoso cuyo carisma se impone sobre el pueblo.
No, aquí todo ha venido -dice—desde abajo.
Para decirlo de otra, manera: a López Obrador el pueblo lo adora. Antes lo amaba; ahora lo ama. Pronto lo va a idolatrar y con toda seguridad, en un futuro no muy lejano, lo deificará en los altares de la historia.
Eso explica no sólo la manta enorme en la esquina de una fachada de Insurgentes y Reforma en la marcha de ayer, sino la cita del poeta favorito de cierta izquierda: José Martí (no confundir con Martí Batres): amor con amor se paga, frase inicial de su discurso en el colmadísmo Zócalo. Y amor con venérea, se pega, dijo el otro.
Por eso sus empeños han cambiado de nombre o al menos los nombres se han ido acumulando, porque es más sencillo para el pueblo aprenderse una lista de frases, sin llegar a honduras filosóficas cuya profundidad sólo entienden Marx, Engels, Weber y Dussel.
Por eso se han ido acumulando definiciones. En el principio –bíblicamente— fue el éxodo por la democracia. Después, la
honestidad valiente. Más tarde, el intento de fundar una república amorosa, cuya naturaleza más simple era combinar la Utopía de Tomás Moro con el teatro de Jesusa Rodríguez.
Después se nos prometió un Movimiento Nacional de Regeneración Nacional en lugar de un Partido de la Revolución Democrática.
Y cuando todo se había caramelizado en el hervor de la epopeya electoral de los treinta millones de votos, se nos convocó a hacer historia juntos y provocar la Cuarta Transformación de la Vida Nacional. O al revés, es lo mismo.
Pero ahora el señor presidente sistematiza y condensa sus afanes histórico-axiológicos y encuentra su piedra filosofal y le dice al exultante pueblo cuya incontable muchedumbre lo aclama con fervor y espontaneidad ilimitados: somos el HUMANISMO MEXICANO.
Pero nada más el mexicano, con águila, bandera tricolor y penacho de Moctezuma. Los demás humanismos, guangos nos quedan.