Buscando a Carmen, una exploración personal hacia la invisibilización de las mujeres, será una de las novedades editoriales que tendrán su presentación en la FIL 2023. Una novedad que tendrá también una presentación previa en Ciudad de México, el 24 de noviembre a las 17 horas en el Salón Benito Juárez de las oficinas legislativas del Congreso de la CdMx en Plaza de la Constitución Número 7 (planta baja)

“Buscando a Carmen he descubierto pedazos de mi historia que mi memoria, a veces triste y otras olvidadiza, había guardado en un rincón muy cerca del olvido; buscando a Carmen encontré mi voz y mis sentimientos de mi niñez y mi adolescencia, solitaria, contrariada, pero llena de amor y dulzura, de fe y esperanza… Buscando a Carmen, me estoy encontrando a mí misma.” Estas son las líneas con las que comencé a dar rienda suelta a un viaje al pasado de mi linaje materno, un viaje que inició hace más de dos años y medio con un sueño que, en aquel momento a mitad del confinamiento, parecía no tener sentido alguno: había soñado con mi abuela materna, pero al escribir al día siguiente lo ocurrido en mi mente mientras dormía, llegué a la conclusión de que aquella mujer era una de quien yo no conocía ni siquiera el nombre: la esposa de mi bisabuelo materno, madre de mi abuela biológica. Y no fue sino hasta la muerte de mi madre que me encontré de frente con una historia familiar de la que poco o nada se había hablado hasta aquel momento: un hombre, respetado y conocido en su localidad, había solicitado el divorcio necesario para poder vivir con la mujer que yo conocí como abuela materna; ahí estaba, escondido en una sentencia de divorcio de hace casi cien años, el verdadero retrato de familia que durante décadas se quiso ocultar. Fue así como el pasado reclamó ser visto para reivindicar el sitio de las mujeres de mi familia.
A partir de ese momento ya no hubo vuelta atrás, yo quería saber todo de Carmen, mi bisabuela materna, una mujer cuya historia fue contada por la voz de un hombre que fue muy respetado, incluso temido y nunca cuestionado; pero ¿y la voz de ella? Quería escucharla, y conocer la versión real, pues de ti, Carmen, sólo había escuchado dos cosas: que habías abandonado a tus hijas, y que tenías muy mal carácter. Lo primero, lo supe casi de casualidad, al estar despierta a una hora inapropiada para una niña de diez años, mientras me ocultaba en la oscuridad de un pasillo, esperando se apareciera un mítico personaje con regalos navideños; lo segundo llegó a mis oídos años después, cuando haciendo gala de mi carácter mi madre me llegó a decir, a modo de reproche: «¡Te expresas igual que tu bisabuela!». En una y otra ocasión, al preguntar detalles, como tu nombre y qué había sido de ti, obtuve un sospechoso silencio por respuesta.
Lo cierto es que Carmen no abandonó a sus hijas, y el carácter era el de una mujer que decía lo que pensaba y sentía; no más, no menos. Como cierto es que ella, mi bisabuela, una mujer de principios de siglo XX, viviendo en la muy honorable y siempre patriarcal y misógina sociedad mexicana, borró su nombre del árbol genealógico al cuestionarle a mi bisabuelo su infidelidad, situación que se dio teniendo mi bisabuela una hija de dos años y otra de apenas siete meses, sin una red de apoyo que la sostuviera, sin recursos económicos propios que le ayudaran a enfrentar una demanda de divorcio. Sin alguien que prudentemente le aconsejara, asistiera o previniera de todo lo difícil que resultaría su vida a partir de aquel momento; porque si hoy, en pleno siglo XXI es muy fácil cuestionar la reputación de una mujer y que eso tenga terribles consecuencias, es doloroso imaginarse lo que sucedía con una mujer de principios de siglo XX, en donde su reputación era todo, lo único que tenía y lo único que le daba un lugar en la sociedad. Y una mujer divorciada cargaba con el estigma de una reputación dudosa, y todo lo que eso conllevaba.
Y entonces vi a las mujeres de mi familia en el reflejo de esa historia que no se contó, en el reflejo de una mujer cuyo nombre no se pronunciaba y cuya memoria no se evocaba ni en el Día de Muertos. Porque esa injusticia vivida por Carmen, ¿cuántas veces más se replicó en sus hijas, en sus nietas o en cualquiera de las mujeres de su descendencia?; ¿cuántas veces cada una de esas violencias fue silenciada, ignorada u ocultada? ¿Será la influencia de mi bisabuela materna el motivo por lo que yo, desde hace varios años, no desaprovecho la oportunidad para sensibilizar sobre la importancia de la prevención de la violencia hacia mujeres y niñas? ¿Cuántas mujeres como Carmen no pudieron contar su historia en otras familias como la mía…?
Resulta inevitable para mí preguntarme, ¿cuánto en realidad conocemos del pasado de nuestro linaje familiar? ¿Qué se esconde detrás de las fotografías de familia donde importan mucho las formas, mientras se hacen esfuerzos importantes por esconder el fondo? ¿Cuántas historias de violencia y abusos se meten debajo del colchón, negando la posibilidad de una reparación del daño, de una terapia oportuna, de un consuelo necesario? ¿Cuántas conversaciones pendientes tenemos con nuestras madres, abuelas, tías y parientes no tan cercanos? Y quienes ya no tenemos esa posibilidad, ¿cómo le hacemos? ¿Será suficiente buscar papeles, visitar tumbas, investigar registros? Habrá quien diga que hay qué dejar descansar en paz a los muertos, y yo digo que eso es como perpetuar la validez de una frase muy sonada: los trapos sucios se lavan en casa; y entre paréntesis: detrás de esta frase se esconden las más terribles historias de abuso sexual y violencia. Por ello es que sostengo que no hay razón suficiente para negarle a una persona su sitio en la historia, su voz y la existencia misma.
Buscando a Carmen es un libro cuyas primeras líneas comencé a escribir después de la muerte de mi padre, pero el dolor era mucho, y la escritura la suspendí casi tan pronto como la había iniciado; sin embargo, con la muerte de mi madre no pude sino buscar refugio en mis letras, y a la par de ir desempolvando recuerdos en una casa cada vez más grande, fui vaciando mis memorias en un texto que comenzó a perfilarse casi como un diario, un confesionario de mis dolores, también de mis esperanzas. Y como no hay casualidades, una mañana, al abrir una caja de libros, telas y adornos de Navidad, me encontré con un documento que puso frente a mí la respuesta a muchas preguntas de mi adolescencia, algunas que incluso ya había olvidado. Encontrar esa sentencia de divorcio significó no solo la oportunidad de echar un vistazo a la historia familiar desde una perspectiva de género, sino también de entender conductas y patrones familiares que no aparecieron mágicamente una fría mañana de invierno como un regalo olvidado, sino que se reprodujeron, año tras año, como consecuencia de actos y decisiones asumidas por cada una y cada uno de los participantes del proceso en décadas pasadas.
Aunque confieso que mi primera reacción fue de un significativo enojo con el patriarca de la familia, estoy consciente que no me corresponde a mí juzgar esas decisiones, ni mucho menos, cargar con el peso de ellas, sino tan solo me corresponde contar la historia. Por algo quiso la suerte, el destino o la vida que yo eligiera, hace muchos años, escribir todo lo que siento y darle forma a todo lo que pienso.
Por eso es que a partir de ahora, yo te nombro, Carmen Flores, yo te recuerdo. Y así lo hará mi descendencia.

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