-¿Sabes, me dijo un viejo político del siglo pasado, por qué Gustavo Díaz Ordaz se enfureció hasta la cólera total contra los promotores del movimiento estudiantil de 1968?
–No, por varias cosas…supongo.
–Sí, pero una sobre todas. La “expropiación” del Grito de Independencia en la Ciudad Universitaria (Heberto Castillo fue quien agitó una campana y una bandera) y el izamiento de la bandera del Consejo de Huelga en el Zócalo.
Y más lo primero, porque sintió una usurpación del único acto consagratorio de su poder, la eucaristía de la Revolución; porque le confiscaron el rito y el mito, porque lo despojaron de esa mágica capacidad de los presidentes de México de enloquecer en público con motivo permitido y hasta aplaudido; le birlaron su capacidad de transmutarse en Miguel Hidalgo, de creerse como si de verdad lo fueran –y lo creen— la encarnación fugaz de la patria, la bandera, la campana, el palacio, el águila y la serpiente; la laguna de Tenochtitlan y la sombra de Cuauhtémoc, el borrego perdido en Guelatao; cuando confunden la banda presidencial con el tatuaje de la historia, y paso a paso caminan un metro detrás de su pecho tricolor cuya botonadura embiste el aire con la solemnidad de una estatua caminante.
Pero así es.
La noche del Grito es un plebiscito. Es un referéndum en el cual el presidente se aprueba a sí mismo y se multiplica en los miles y miles de parranderos septembrinos cuyo patriotismo se goza y refocila, se regocija, pues, con la convocatoria para escuchar gratis a “Los tigres del norte”, hágame usted el favor, esos juglares del narcotráfico cuyo éxito norteño y fronterizo nos previene de las aportaciones al calendario cívico. Día llegará cuando en los vítores y arengas se incluya un viva para Camelia “La tejana”, verdad de Dios, porque de un día para otro los rapsodas de la mariguana se convierten en músicos de la corte, pero no podemos hacerlo de otra manera.
En un tiempo Mozart sirvió como entretenimiento de clavicordio al rey austriaco José II. Hoy, los mexicanos declaramos inaugurada la fiesta con el “Huapango de Montoya”, con versos de Mamado Nervo, versión cuatroteísta de la obra Magna de aquel Pablo Moncayo cuya hilaridad post mortem debe ser tan grande como la idiotez del pobre Genaro Villamil. Pero no tienen de otros.
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El presidente de México sea quien sea, como lo hemos visto en otros demagogos, llega al extremo de convertir una ceremonia tradicional, en una exposición personal de sus obsesiones, preferencias, amistades y manías.
¿De veras, más allá de sus mantenidos, alguien le va a tomar en serio al presidente sus gritos para matar la corrupción, el clasismo y el racismo? ¿Alguien va a aplicar la piadosa convocatoria a la fraternidad universal, como si tal expresión evangélica o tibetana fuera posible?
Pero no ha sido Andrés Manuel López Obrador, nuestro bienamado presidente, el único en desbarrar de esta manera. Quizá ha sido el más exagerado en su romanticismo patriotero, el más histriónico de cuantos se hayan asomado al balcón, pero no se le debe reprochar. En política nada más cuentan los resultados y él, hoy, tiene al país en un puño.
Todo lo controla, todo lo calcula, todo lo domina y no se mueven sin su permiso las hojas del árbol ni los ojos de la paloma de la paz, ese estado de dicha interminable al cual él convoca al mundo, como si pudiera hacerlo desde un país cuyas calles, cerros, cañadas, veredas, y avenidas, lagunas y montañas, se han manchado con la sangre de más de cien mil personas asesinadas en los últimos cuatro años.
La paz desde la violencia. Esa es una genial contradicción.