–Y dígame, compañero, ¿Cuánto ganó yo con la entrevista?, porque a usted le pagan por venir a mi casa y preguntarme, pero yo no obtengo nada a cambio…

–Pues yo no sé si se acostumbre, maestro –respondió el tímido y joven reportero–, pero me van a pagar 50 dólares por este trabajo. Si quiere le doy la mitad. La mitad por las preguntas, la mitad por las respuestas. ¿Le parece justo?

Carlos Pellicer estaba enfermo. Tenía gripe. Llevaba una pijama clara y encima de ella una bata color granate. Se había reclinado, teatralmente entre las almohadas y con su profundo vozarrón, acentuado por la inflamación de la garganta, se había disculpado por recibir así a un reportero a quien jamás en su vida pensaba volver a ver.

–Me parece absolutamente injusto, mi amigo, ¿cómo cree usted que yo voy a abusar de su generosidad? ¿Cómo cree que me voy a aprovechar de su trabajo? Nada, encienda su grabadora y vamos a conversar todo el tiempo que usted quiera, me ha dado una lección…”

Verlo así, entre almohadones y frascos de colores, con la taza del té sobre la mesa de noche, constipado y con los ojos cristalinos era una revelación. A esa edad uno cree en la invulnerabilidad de los poetas.  Quizá les conceda la fragilidad de una melancolía creadora o un acceso romántico y triste de la sensibilidad excesiva, porque de otra manera no sería posible escribir como escriben.

–¿ Pero quién se imagina un lloriqueo lagrimal y una nariz enrojecida por los muchos pañuelos desechables cuando alguien dice: 

“…mi voz se hizo silencio. Era el silencio horrible de los frutos prohibidos…”

La entrevista duró quince o veinte minutos. La conversación se extendió. Pellicer me preguntó de mi casa, de mi vida. Le sorprendió conocer mi parentesco con Alfredo Cardona Peña, amigo suyo desde los tiempos de Neruda en México. Me trató bien, me dio consejos y me permitió visitarlo muchas otras veces.

En una de ellas le regalé un libro. 

Yo me había robado de la biblioteca de Rosendo Gómez Lorenzo un libro con cubiertas de pergamino, impreso en Valencia en el año de 1593. Casi un incunable. En un arranque de imprudencia Federico, hijo de Rosendo, me lo había prestado. Jamás lo volvió a ver.

–Maestro, mire, le traigo un regalo. Se trata del “Aprovechamiento espiritual”, vea el ex libris, es una maravilla…

—-¡Ah!, mi amigo, no haga usted esas cosas conmigo, no tengo forma de corresponder, aunque, bueno, quédese a comer. Un humeante caldo de pollo con verduras y una gelatina verde, fueron el sencillo menú. Al despedirnos me dedicó un libro de tapas amarillas: “Hora de junio”.

“…La oda tropical a cuatro voces/sentada en la mecida que amarró la guirnalda de la orquídea/”.

Nos vimos por última vez cuando murió Jaime Torres Bodet. Lo busqué para incluir sus opiniones en una nota de obituario para el periódico, y lo encontré desconsolado en Villahermosa. Me anunció su salida inmediata a México.

–¿Me permite ir por usted al aeropuerto, llevarlo a su casa y acompañarlo al funeral…

–¡Ah!; mi amigo, usted siempre tan cuidadoso conmigo, mucho se lo voy a agradecer.

Lo esperé en la salida de los vuelos nacionales y lo ayudé con una caja de cartón llena de tierra. Era su único equipaje.

–Es la basurita para mi nacimiento, piedras, ramitas, hojas del campo, cada año lo hago.

Fuimos a su casa en Sierra Nevada. Lo percibí sombrío.

–¿Ya se dio cuenta, maestro, de los “Contemporáneos” sólo queda usted; cuando llegue el momento querrá usted también la Rotonda?

–No me diga eso, yo no quiero la Rotonda ni quiero homenajes, a mi que me tiren al Gran Canal del Desagüe…

Pero ahora la patria se desvive en homenajes. Mañana será el primero del año. 

Rafael Cardona | El Cristalazo

Author: Rafael Cardona

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