Errata: no es Quiqui Riquín Canallín; es Ricky. Perdón

El presidente de la República le ha tirado un guante a sus enemigos. También a sus adversarios, tanto como a sus opositores, porque de todos tiene: construyan un liderazgo para sustituirme.

En esa declaración hay, por una parte, veracidad: las oposiciones (ni todas juntas), tiene una figura con arrastre nacional. Son pequeñas presencias locales, en el mejor de los casos.

No lo podrán hacer.  No tienen tiempo, pero tampoco alguna persona con un proyecto revulsivo para sustituir a esta revolución mal hecha.

Pero por otra parte ese desafío es un autorretrato: yo soy el único líder en este país. ¿Líder para quienes?

Para empezar, adalid de los 30 millones de votantes de hace tres años, no importa cuántos se hayan desencantado. Para caer en la decepción, primero se debe ilusionarse. Y la ilusión es una apariencia (como un “espejismo”; de “peje”, no de espejo), o una esperanza, surgida de las emociones y la credulidad. También de la necesidad.

Pero en esa jactancia de macho “Alfa”, hay también un reconocimiento: la obsesiva marcha por todos los desiertos permitió la supervivencia, la escalada y el triunfo, pero no toleró el crecimiento de nadie.

Si las oposiciones no tienen un líder; el oficialismo, menos. Ninguna catedral supera a San Pedro. Nada se eleva por arriba de la ceiba tropical. Todo en su derredor son arbustos.

Y Andrés Manuel López Obrador se ha hecho acompañar por una generación enana. El más formado de todos sus compañeros de lucha, Ricardo Monreal, ha sido desplazado desde hace tiempo de su vera así y dentro de poco tiempo veamos un ficticio acercamiento.



El resto de su gabinete es un equipo de tercera (o cuarta división). Algunos tienen credenciales académicas, como el secretarlo Ramírez de la O, pero el dogma lo sujeta en cualquier decisión alejada de  la receta oficial; las finanzas se maneja en el Palacio Nacional (en la otra esquina) sin no se quiere correr el destino de Hugo B. Margain.

Y por cuanto hace a Marcelo Ebrard, pues ya vimos su maravillosa capacidad de operación: no pueden resolver una agregaduría cultural (o sea, nada importante) en España sin derramar la batea.

Por eso resulta muy extraño el comportamiento presidencial en su relación con Ricardo Anaya. Queriéndolo o no, con cuenta de ello o sin darse cuenta, pero el presidente ha puesto a su adversario a su misma altura.

El arrebato frontal le ha permitido a Anaya compararlo con Sana Anna y Díaz en el trato a los adversarios ha sido un error. Le ha prestado la cancha. Y una perorata injuriosa de cuarenta y tantos minutos, resulta demasiado para negar la responsabilidad. Para ser ajeno al asunto, le dedicó demasiado tiempo, sin siquiera comprobar su lejanía.

Mientras Alejandro Gertz se mantenía en silencio, el presidente hablaba en su nombre y daba pueriles explicaciones.

Nadie se lo creyó por dos razones. La primera por la evidente dependencia del fiscal “autónomo”. La segunda ya no importa.

Hoy Ricardo Anaya juega en el filo de la espada. Su llamado autoexilio le servirá para muchas cosas –entre otras para construirse una imagen de perseguido, lo cual podría hacerlo crecer en un sector del electorado–, menos para evadir la persecución si esta se desata de verdad.

Los delitos de Anaya parecen pretextos, como ya ha ocurrido antes. La colaboración de los testigos protegidos viene siendo cada vez menos eficaz y si el evadido, cuya salida del país contradice su baladronada de no tenerle miedo al poder, puede sortear a la distancia los barruntos de acoso, podrá regresar a persistir en sus empeños de candidato.

Pero este caso tiene un problema de origen: si en verdad hay una investigación en contra de Anaya, ¿por qué no se procedió con celeridad y sigilo? ¿Cómo fue posible la filtración sobre cuya infidencia Anaya montó el recurso defensivo de la persecución política?

Rafael Cardona | El Cristalazo

Author: Rafael Cardona

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