Sobre la enorme plancha del Zócalo –símbolo y prueba de nuestra vocación de obra inacabada–, esplende la luz trémula de las llamas de una antorcha sin ningún significado, como no sea, forzosamente, la evocación de aquel fuego nuevo con cuya chispa y pedernal los mexicas, festejaban los ciclos de su cosmos cada 52 años.
Aquella era la flama de la renovación; esto pretendió ser en la noche del grito sin oídos, el traslado de un viejo discurso en cuya prédica opositora, el Señor Presidente, se definía a sí mismo –modestamente, por cierto, por su sola potencia y capacidad–, como un “Rayo de esperanza” y ahora –quizá– hoguera de la felicidad futura, pues tal virtud no existe en el presente, sólo habita en los cómodos páramos de la improvisación oratoria, la promesa sin sustento, el tejido en el aire, el
árbol sin raíz, el pez sin el agua..
Esperanza; Esperanza Hope, en los textos inolvidables de José Alvarado.
Pero en política, la palabra vacía cuyo cumplimiento difuso es quizá el más tramposo e indefinido: ¿esperanza en qué? Nunca nos lo han dicho. En el porvenir, grita el Estadista.
Pues sí, arduo sería esperar algo del pasado, el porvenir apenas tiene recuerdos, dijo Elena Garro.
Esperar, aguardar, creer en la promesa de un futuro sin claridad, ser inocente, crédulo, creyente, tener tiempo para imaginar otra vida cuando ésta nos niega todo aquello anhelado para un futuro sin fecha ni distancia.
La esperanza desaparece cuando llega la certeza, pero no cualquiera. Ella existe tras la calamidad, por eso cuando Pandora nos dejó ver su caja abierta y todas las desgracias del mundo, con sus epidemias, sus pestes, enfermedades y guerras se desperdigaron por el mundo los males y, al final, sólo quedo la esperanza en el fondo de la caja.
Así, confiscada la palabra por la palabrería, la esperanza inútil (¿por qué me haces daño?; dice el bolero), la gran plaza nos reduce a nuestra verdadera condición actual: un país encerrado en si mismo atemorizado, en busca de una voz de concilio y tregua, pero en su lugar, por las rendijas de la caja abierta, la nueva deidad nacional enciende una pira y les grita a los cuatro vientos (uno por cada etapa de transformación, seguramente) los vítores por la fraternidad, la esperanza en el porvenir y la cultura.
Cosa extraña, porque cuando algunos de esos promotores y editores de la cultura critican al régimen, son agredidos verbalmente desde el Palacio Nacional (“…un discurso permanente de estigmatización y difamación…”con amagos de contraloría y revisión fiscal incluidos; entre otras cosas), y puestos en peligro por la insidia de un discurso de estigma y falsedad tras el cual sólo reciben los ladridos tuiteros de la jauría incondicional y una nueva reprimenda.
Deberían dar disculpas por haber callado, aunque no hayan callado.
Una vez más.
“…Al hacerlo –dicen y firman 650 personas–, agravia a la sociedad, degrada el lenguaje público y rebaja la tribuna presidencial de la que debería emanar un discurso tolerante. El presidente profiere juicios y propala falsedades que siembran odio y división en la sociedad mexicana.
“…Sus palabras son órdenes: tras ellas han llegado la censura, las sanciones administrativas y los amagos judiciales a los medios y publicaciones independientes que han criticado a su gobierno. Y la advertencia de que la opción para los críticos es callarse o dejar el país…”,
“…ha lesionado presupuestalmente a los organismos autónomos, ha tratado de humillar al poder judicial, ha golpeado a las instituciones culturales, científicas y académicas, y ahora pretende socavar la libertad de expresión…”
Y advierten cómo la sangre puede alguna vez llegar al río si este lenguaje de linchamiento incontrovertible, incontestable, persiste y perdura, porque el Señor Presidente sigue en la tribuna de arenga y condena; de fuego nuevo y lumbre vieja, como si fuera el mismo vendaval de furia opositora de los últimos treinta años, sin darse cuenta de cómo su investidura (tan distinta de la de su grotesca “Presidencia Legítima” del 2006), lo hace jefe de Estado, no fajador en el cuadrilátero –o el callejón–, de las pendencias políticas.
Pero las palabras presidenciales de los días pasados le ponen punto final a este asunto. No el término temporal, sino la vigencia de un pensamiento inamovible: no y no.
“…Todo este grupo siempre apoyó la política neoliberal y ahora se sienten ofendidos cuando deberían de ofrecer disculpas, porque se quedaron callados cuando se saqueó al país.
“…no vamos nosotros a afectar la libre manifestación de las ideas. Qué bueno que hay debate (¿?).
“…Yo no voy a pedirles a los intelectuales escritores que simpatizan con nosotros, que están a favor de la transformación, que hagan un desplegado porque eso no, este es un corporativo, este es un agrupamiento conservador y es entendible que actúen de esta manera.
“…Fíjense esto: ‘Odio puede llegar al río’.
“…Yo no odio, yo soy pacifista; y no hay odio, lo que hay es honestidad, honestidad intelectual y honestidad en lo económico, se acaba la corrupción. Entonces, esa es mi respuesta, respeto a todos.
“…Y me gustaría que ellos mismos hicieran un análisis de contenidos de medios, que revisaran, que pongan sobre la mesa…
“…es muy interesante el momento que estamos viviendo. No es de confrontación, no es de odios, es de definiciones y de aclarar posturas, y de que haya diálogo (¿?).
“…Ellos se dedicaron a aplaudir a quemarle incienso a los gobiernos neoliberales; ahora es otro tiempo, pero qué bien, porque de esta manera podemos ayudar a que se desarrolle más la conciencia cívica…o sea, la consulta (para enjuiciar a los ex presidentes), todo esto va ayudando al cambio de mentalidad, a que la gente vaya teniendo más información y que decida con libertad y con criterio…”
Una vez dicho todo eso solo queda una pregunta: ¿diálogo? ¿Cuál diálogo?¿Para qué si lo propusiera alguien, quién con quién?
¿Diálogo como López Gatell, por ejemplo, con los ex secretarios de Salud o la revista Lancet?
No hay palabra más vacía en el vocabulario oficial.
Diálogo, mesas de diálogo, como si la estrategia del gobierno pudiera someterse a debate, a discusión cuando en verdad se trata de una imposición definitiva basada en la fuerza electoral cuyo poderío se busca aumentar, paso a paso, hasta lograr otra “dictadura perfecta”; como antes. O peor.
SAN ANGEL
En contra de los lineamientos del Instituto Nacional de Antropología e Historia, el gobierno de la ciudad de México en la alcaldía Álvaro Obregón, ha logrado lo imposible: desbaratar banquetas de viejo «recinto» y alzar sin ton ni son el empedrado para encementar calles típicas de una zona protegida.
“El ansia que uno respira en el crepúsculo en San Ángel…”, decía Efraín Huerta (cito de memoria).
Pero eso no es nada junto al ansia destructora de la inculta alcaldía y la no menos silvestre dirección de Obras Hidráulicas. Semanas y semanas de mover maquinaria, romper sin tacto ni proyecto válido, levantar, quebrar y no terminar jamás con algo tan simple como meter matatenas redondas y pulidas en el suelo arenoso de las calles como se hacia en la villa sanangelina del siglo XVIII.
Pero ni eso pueden hacer, ya no se les pide algo más tecnificado. Abrir una zanja, reparar el drenaje, cambiar tubos, sellar, tapar y volver a poner la tierra y las piedras. Así de simple.
Los vecinos se quejan y nadie les resuelve, ni les va a resolver. Son fifís de San Ángel, se sienten príncipes, tienen mansiones, callaron cuando el saqueo del neoliberalismo o eran parte de él, mejor aguantense, no son pueblo.
El INAH, brilla por su inutilidad, como casi siempre y las calles –en tiempo de lluvia–, se anegan por la cantidad de arena obstruyendo los drenajes.
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Una señora llegó a la farmacia y dijo:
–¿Tiene algo para la presión arterial?
–TenemosAmlodipino(Besilato de amlodipino).
–¿No tendrá nomás Dipino?
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