Visible desde la elevada curva del Anillo Periférico, en su rumbo hacia Xochimilco, el gigantesco crespón del luctuoso hospital del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias, cuyo símbolo evoca la arborescencia de los alveolos pulmonares, es una muestra más de cómo al parecer los mexicanos somos expertos en hacer mal las cosas, pero desde el principio.
En la década de los treinta del siglo pasado, la arquitectura mexicana se cubrió de gloria: en el marco amplísimo de la construcción sanitaria y de la atención a una enfermedad entonces endémica y grave, la tuberculosis pulmonar, cuya letalidad en un año mató a diez mil personas, cuando la población era mucho menor (no como ahora cuando 36 mil muertos por otro mal pulmonar, no llegan ni a la primera plana), se edificó en el lejano pueblo de Huipulco, el hospital para enfermos de TB y otros males contagiosos del sistema respiratorio.
La cercanía del poblado de Huipulco, donde se instaló el hospital, invitaba a las reflexiones alpinas y como quien lee “La montaña mágica” de Thomas Mann, se diseñó un sanatorio con las ventanas permanentemente abiertas. El viento helado ayudaría a la aniquilación de los bacilos descubiertos por el señor Koch en 1882, si la memoria no falla. De ese modo ya nadie moría de tuberculosis, morían de frío.
La historia médica dice:
“… entre julio de 1932 y junio de 1933 los cinco dispensarios antituberculosos de la capital atendieron a 1.730 enfermos, inscribieron a 6.712 individuos, realizaron 7.661 radioscopias y 2.404 baciloscopias, aplicaron 90.510 inyecciones de cloruro y bromuro de calcio (Cosío Villegas, 1937, p.236-237), por lo que se aseguraba que “el enfermo que cae al dispensario … se hace calcicómano” (Escobedo Arias, 1936, p.40), losindividuos diagnosticados con TB curable no podían ser internados en sanatorio alguno.
“Además, aquellos diagnosticados con tuberculosis avanzada eran enviados a los pabellones para enfermos incurables del Hospital General.
“Esos pabellones, conocidos durante mucho tiempo como “Las Islas Marías” (nombre de una colonia penitenciaria instalada en 1905 en las islas con ese nombre en la costa del estado de Nayarit), fueron descritos por Ismael Cosío Villegas, quien les dirigió entre 1930 y 1936, de la siguiente manera:
“…los enfermos no usaban uniformes del Hospital, sino las pobres ropas con las que llegaban; cocinaban en sus cuartos; se asoleaban desnudos; usaban distintas medicinas que les llevaban sus familiares y no eran examinados por los médicos, pues en aquella época experimentaban pánico ante la posibilidad del contagio de la tisis” (Cosío Villegas, 1983, p.9).
“Aunado a ello, Cosío Villegas agregaba que “tanto los médicos, como las enfermeras y afanadoras que cometían alguna falta, eran enviados, como castigo, a trabajar durante tres meses en esos pabellones” (p.9)”.
Como se ve, la improvisación y el método de error y acierto, ha estado permanentemente presente en la administración sanitaria en este país. Todo a las atinadas, todo al ahí se va.
Un ejemplo de esto es el siguiente:
“… (era necesario), articular las siguientes estrategias para precaver los contagios:
“Preventivas, como el aislamiento, la tecnología del dispensario, la higiene y la profilaxis social (examen, visitas); diagnósticas, como el laboratorio, la prueba de rayos X, la observación clínica; terapéuticas, como las biológicas (tuberculina, BCG); y las quirúrgicas, como el neumotórax artificial”, como ha sido destacado en diferentes investigaciones históricas…”
El neumotórax, como ahora el ventilador o respirador, ya se necesitaba. Y aun no los podemos fabricar.
Preferimos ir a cubrir con pétalos de rosa al patán de la Casa Blanca, en lugar de financiar investigaciones y fabricaciones serias y en serie.
Pero volvamos a las ventanas (Bioarquitectura. Estudio sobre
la construcción del Sanatorio para Tuberculosos de Huipulco. Natalia De la Rosa / Daniel Vargas Parra Maestría en Historia del Arte, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.
“…Los pabellones de tratamiento estaban constituidos por grandes ventanales, los cuales conformaban la fachada, construidos gracias a los marcos de concreto para sostener cada ventana a manera de contrafuerte. De esta forma, podían permanecer abiertos de par en par, con camas de reposo en las que el paciente tomaba baños de sol, mientras que la habitación recibía ventilación constante…”
Hoy en ese lugar funciona el ya mencionado instituto. Sus condiciones de enfermedad y desgaste del personal, son inimaginables. Seis meses de trabajo a marchas forzadas en los cuales todo ha llegado a un límite: la resistencia, la paciencia, la comprensión, mientras todo hace falta. Insumos, personal, tiempo para vivir.
Y la epidemia sigue.