Quizá por torcer la mirada a los fenómenos sociopolíticos no hemos reparado en la hondura de la deshumanización a la cual los tiempos de la epidemia nos empujan como los roedores del ártico, a la emigración en oleadas de aparentes suicidios masivos.
La aparición del Coronavirus, nos ha despojado, como grupo social de muchos de los momentos importantes: la vida y la muerte. Estas dos historias pueden servir como ejemplo.
Una mujer a la cual llamaremos Matilde, llegó hace diez días a una maternidad. Esperaba el nacimiento de su segundo hijo. Una niña. El embarazo había sido normal, no había complicación alguna a la vista, pero en el invisible campo de un contagio asintomático, ella y su esposo estaban infectados con el virus del Covid 19.
La niña nació sin el virus, pero desde su llegada al mundo, ninguno de sus padres ha podido verla de cerca ni mucho menos tocarla. Cuidada por una nodriza (es un decir), la bebita estuvo confinada en un cunero donde diligentes enfermeras la alimentaron con fórmula de laboratorio, antes de permitirle otras atenciones en la casa de una de las abuelas, quien la recibió envuelta en paños clorados, cubre bocas y careta de plástico; guantes y bata.
Su condición de mamífera desapareció. La madre no pudo ofrecer lactancia. Y el padre ni siquiera la asiste. No la conoce. La pequeña maravilla no ha estado cerca. Les han llevado teléfonos con grabaciones del sueño y el llanto.
Su hija no existe, es una imagen en la pantalla de un “dispositivo”, como se les llama genéricamente a estos auxilios tecnológicos de la desesperante virtualidad del confinamiento.
En el otro extremo de la vida, la muerte, los deudos no pueden siquiera velar a sus difuntos.
La señora Elena llevó a su esposo al médico. Le dolía el estómago y tenía una severa descomposición intestinal (“..correncia o evacuación de tripas…”; le llama don Francisco de Quevedo). Recetado con inocuo remedio, el enfermo se dolió después de constipación respiratoria y tos de caverna. Dolores prolongados en el pecho y ratos de apnea o falta de respiración.
Ingresado en un hospital fue entubado y falleció a la semana de su internamiento. La terapia intensiva no resolvió su problema. Muerto, lo envolvieron después de la autopsia, en una especie de manta plástica de uso sanitario, lo guardaron en una cápsula sellada, lo llevaron a un crematorio de emergencia y la señora y sus hijos no volvieron a verlo nunca más.
Ni velorio, ni despedida, ni adiós postrero. Solamente una caja con las cenizas y astillas revueltas de quien sabe cuántos otros despojos, alzadas con pala del piso del crematorio atiborrado cuyas llamas no se procuran descanso, ni de día ni de noche.
La epidemia nos deja sin la felicidad de los vivos y nos priva de despedir a los muertos.
Y todo esto no tiene fecha de conclusión, al contrario. No se necesita ser “epidemiólogo”; ni experto en salud pública, pues ya sabemos cuánta farsa hay en esos campos en cuyos momentos de dorada oratoria se nos anuncian pico y más picos, y disminución de tendencias en la complicadísima estrategia de combinar actuarios matemáticos con doctores protagónicos.
Desde hace más de seis semanas se nos anuncian los peores momentos y esos llegan cada semana desde hace seis semanas. También los relojes descompuestos marcan dos veces al día la hora precisa.
El encierro va a durar quien sabe cuanto tiempo, porque así sea con la laxitud de algunas licencias para caminar por un parque o realizar algunas actividades “prioritarias” (para la pandemia vivir no es actividad prioritaria), la capacidad de socializar se ha perdido precisamente en la sociedad.
La nueva realidad, a la cual algunos llaman nueva normalidad, lo será cuando nos hayamos acostumbrado a ella, cuando las futuras generaciones vean una pantalla y confundan su plana luminosidad con la luz verdadera de la vida.
Encerrados en la trampa tecnológica, simultánea a la primitiva vulnerabilidad ante el virus, frente a cuya agresividad reaccionamos como espantados habitantes del medioevo, veremos (o verán quienes tengan tiempo), una nueva forma de vida: la vida sin la vida.
Las imágenes virtuales en lugar de los tactos esenciales. No oiremos la voz humana, escucharemos su transmisión por los dispositivos. No veremos ojos de afecto o de comprensión; sólo fotografías, videos, grabaciones, virtualidad por todas partes.
Pero algo bueno tiene el encierro: no vemos en acción directa a los vándalos clasistas y racistas (mata a un blanco rico, dicen), con cuya furia la IV-T cogobierna la ciudad de México.