Doblemente acorralados, por la cautela sanitaria, primero, y por la violencia incendiaria, después, los mexicanos de esta ciudad y de Guadalajara hemos visto irrumpir otra peste sin control; el terrorismo urbano, la locura del pirómano, el vandalismo del anarquista cuya condición subversiva se protege bajo la capucha de las mal entendidas libertades civiles. 

En Estados Unidos los policías no arremeten contra los manifestantes pacíficos. Se arrodillan frente a ellos, para expresar su acuerdo tácito con la causa  invocada. Pero no los dejan avanzar. Cumplen  su papel de contención. 

Además, en ninguna de las protestas americanas se le ocurrió a alguien, con toda impunidad, prenderle fuego a un policía. Hay civilidad en las manifestaciones y responsabilidad en las fuerzas del orden.

Allá la policía asesina a un negro y se alzan las protestas por todo el país y casi todo el mundo. Aquí los de negro, queman a un policía y también se alzan las protestas…  contra el policía. 

En los años setenta  –tras la matanza de la universidad de Kent–, los inconformes clavaban flores en las bocas de los  rifles de los soldados. Ahora los guardias nacionales de allá, contienen y se contienen. 

En México los policías no se arrodillan: quienes se postran de hinojos son los políticos.

En la Ciudad de México se prohíbe comprar cervezas por una absurda ley seca durante los días de la epidemia; se veta circular en automóvil un día a la semana, pero se permite incendiar el Paseo de la Reforma,  apedrear, romper vidrieras, atacar domicilios, golpear reporteros, destruir, quemar, quebrar. Eso sí se permite y no sólo eso, se exhibe como muestra de orgullo, como compromiso de gobierno.

–No vamos a reprimir, dice la jefa Sheinbaum. No importa, los anarquistas reprimen a los ciudadanos por ellos.

Uniformados por sus capuchas y sus embozos, antes del imperio del cubre bocas sanitario, los vándalos han atacado en esta y otras muchas ciudades muchas veces. Ya lo habían hecho hace años en Guadalajara durante una reunión de Jefes de Estado (2004). El gobernador Francisco Ramírez Acuña los reprimió. Todos se fueron contra el “salvaje” gobernador.

La discusión resulta interminable y bizantina: imponer el orden ¿es o no es reprimir? ¿Reprimir es un recurso legítimo del uso de la fuerza legal? 

La jefa de gobierno se enorgullece de  la extinción del cuerpo de granaderos y ya para otras marchas toleradas como la de hace unas horas, había inventado el feble recurso de las “cadenas de paz”, consistentes en el alineamiento de la burocracia (como si fueran sus empleados), con playeras de bienvenida a la concordia, tomados de las manos como valla de Boy-Scouts.

Los anarquistas los disolvieron a palos. Y nadie los defendió. No hay un sólo preso por esos delitos.

La tolerancia tiene un  extremo con la irresponsabilidad. No importa el signo de los anarquistas ni los motivos justificados o patrocinados de la protesta. No importa si se acude (tarde) a la embajada americana, casualmente un día después de las acusaciones del gobernador Alfaro en Guadalajara contra el partido dominante y su jefe político o se defienden los derechos femeninos conculcados por el machismo patriarcal, falocéntrico y machista. Nada importa. Si no hay causas hay pretextos.

Los (a) anarquistas y anarquistas (aunque empiecen desde chiquitas), han llevado el fuego a las puertas del Palacio Nacional y nada ha sucedido. No tendría por qué suceder algo ahora. Saldrán cada y cuando quieran, o los manden, para sembrar él otro miedo, inocular el otro virus: la violencia cuyo cotidiano ejercicio nos aleja del paraíso prometido por la Cuarta Transformación, entorpecida por el desastre económico de la epidemia y sus propios desatinos e improvisaciones.

La violencia es el pan cotidiano pero no solo en las pedreas callejeras. 

También brota en el lenguaje de cada día. Las redes sociales destilan pus biliosa. Los robots de la Cuarta pelean en el ciberespacio como si se tratara de una nueva edición de la película de pugnaces seres transformables venidos del más lejano confín de  otra galaxia, pero sin el inusitado espectáculo de los ojos azules de Megan Fox.  

La política es el lodazal de siempre, pero con la velocidad no conocida del mundo interconectado. Y en los días del ocio epidémico, en el confinamiento o la prudencia sanitaria, la cuarentena de ochenta días a la cual nos compele la prudencia en medio de la telaraña de  los diagnósticos oficiales, se vuelve oportunidad para el ocio agresivo.

En inusitada acusación el gobernador de Jalisco, Enrique Alfaro, la adjudicó al presidente de la República la autoría intelectual del terrorismo tapatío. Grave señalamiento, sobre todo porque es imposible probarla, como le exige el aludido.

Tan grave como para 48 horas después, ponerse a cantar “¡Ay! Jalisco, sí te rajes”  y endulzar el oído de Andrés Manuel a quien le dice, “hombre de bien”. Como jarrito de Tlaquepaque, del mero asiento.

Por sus palabras y la “yihad” Morena declarada en su contra, Alfaro ha sido puesto en el filo de la barranca. Ya la red fue inundada con un video en el cual Andrés Manuel le dice farsante, corrupto y salinista (quien sabe de estas cosas cual será peor) y le dice traidor y cobra moches. Y le saca la lengua. 

El gobernador de Jalisco pasa del señalamiento directo al edulcorado matiz, pero su suerte está echada, sobre todo por el texto con el cual el líder del movimiento Ciudadano, Dante Delgado, en un arrebato innecesario, lo quiere defender atacando al presidente con  una confianzuda carta en la cual le dice, acuérdate, acuérdate, vos también tenés tu historia y expone a medias secretos de antaño, y saca un par de huesitos del esqueletos escondido en su armario.

“… Andrés Manuel –le dice en abierta confusión entre  el Movimiento Ciudadano y los golpes a Alfaro–,en tres campañas te dimos para tus candidaturas a jefe de gobierno y las dos a la presidencia, todo lo que te pudimos haber dado: ideas progresistas para tu plataforma electoral, recursos económicos; nuestras prerrogativas en radio y televisión y un respaldo total…” Bueno, hasta el templete para la toma de posesión de opereta en el Zócalo cuando fue Presidente Legítimo. Cuánto amor había entonces. 

Así pues,  senador Delgado, ¿si ya llegó la indignación a tal temperatura, podría usted decir –ya encarrerado–, cómo, cuándo y de cuánto fueron esos “chayotones” (superlativo de chayote), con los cuales untaba al actual presidente, quien al parecer no le dispensa gratitud? ¿Quién pecaba por la paga?

¿Disponía el MC de esa manga ancha? ¿Y lo sabían las autoridades electorales o eran simples acuerdos pragmáticos, democráticos y crematísticos?

“…dices que lo tuyo no es la venganza. demuéstralo, deteniendo la insurrección que alentaste en contra de Enrique Alfaro. No olvides que el que siembra vientos, recoge tempestades.”

Hoy las tempestades ya se cosechan. 

El Jefe del Estado no permite señalamientos. Nadie tiene la razón fuera de él. Rocío Nahle, Manuel Bartellt y Octavio Romero son la purísima trinidad. Nuestro sector de la energía es modelo universal y la fe mueve montañas. Y quien cría cuervos… 

En tanto, silenciosa, metódica en la inflexible capacidad de su guadaña, la parca avanza y se mete por todos los rincones del oañís. El gobierno no puede con la simple contabilidad de la epidemia; menos va a poder contra ella. 

Los muertos se acumulan por racimos. No importa si son once, doce o quince mil muertos. Las cifras nunca son exactas. Lo obvio es la enfermedad, los millones de humanos  infectados en el mundo, la parálisis, la vida con careta, el abrazo sin brazos y la distancia como muestra de fraternidad.

Lo grave de la distancia; cómo todo prójimo es fuente de contagio. Sartre dijo, el infierno son los demás; la epidemia dice, el contagio son los demás. Es el nuevo infierno.  Ya ni en la iglesia en abrazo se ofrece a la hora de la paz. 

El otro, no es mi hermano; es mi peligro.

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Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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