En su todavía actual obra maestra, “El origen de las especies”,Charles Darwin dice algo aplicable, por extensión o por analogía, a los sistemas políticos: “…el perfeccionamiento de un organismo ocasiona el perfeccionamiento o la destrucción de otro…”
En el caso mexicano actual, si se pudiera hacer un paralelo entre especies y sistemas políticos, cuando una nueva conducta pretende constituirse en un nuevo sistema, sin despojarse de todas las características –y personajes–, del anterior, cuya extinción se propone, el proceso darwiniano se aleja de toda lógica evolutiva y se inscribe en una disruptiva y se instala, en algunos de sus puntos básicos, en una lógica torcida: el combate de la pobreza se hace empobreciendo a la única entidad posiblemente dispensadora de equilibrio, justicia, equidad y oportunidades: el Estado.
Paradójicamente la única acción administrativa cuyo festejo ocupa al gobierno, es la recaudación. Empobrecidos, pero tributarios porque no todos somos Walmart.
El anhelo justiciero de la Cuarta Transformación, con su guadaña de austeridad como ejemplo y requisito de virtudes mayores, no puede construirse sobre los escombros del despojo o la confiscación de los bienes de la mediana burocracia, por ejemplo, o la merma impráctica de los presupuestos dedicados a los servicios generales de la administración, los cuales han sido talados hasta en setenta y cinco por ciento, con su consecuente disminución en la casi siempre relativa eficacia del aparato público.
Ya no se diga si la riqueza por repartir se limita en por la pérdida de la confianza de los inversionistas, cuya conducta puede ser limitada, conducida y regulada, pero no ignorada. Cuando el Estado plenipotenciario era dueño de todas las industrias básicas y algunas suplementarias, el concurso del capital privado apenas aportaba seis por cuento del Producto Interno Bruto. Ahora supera el 75 por ciento y su ausencia produciría un caos.
Pero lo más llamativo en estos días es la intransigencia ante cualquier cambio. El presidente de la República no esta dispuesto a ceder un ápice en su estrategia de toda la vida, aun cuando aquella combatividad no sea indispensable ahora.
Creer en la flexibilidad, en los pasos laterales, no significa admitir derrotas ni totales ni parciales. Es una cuestión de inteligencia. Para dar un símil deportivo, un boxeador sin pasos de costado, sin habilidad para retroceder, sin capacidad para caminar sobre el ring sin atacar, nunca le podría ganar a un púgil sobre piernas y terminará –tarde o temprano—contra las cuerdas. Inmóvil y vulnerable. Se cansaría más y en la fatiga podría encontrar la derrota.
El gobierno no quiere darle ni un solo punto a nadie. Ni siquiera a la epidemia.
Los anuncios recientes sobre la posible reanudación de los viajes de infinita campaña electoral, no alientan las medidas de distanciamiento social y permanencia casera a las cuales se convoca a la población a pesar de los movimientos oscilatorios de la cada vez más incomprensible estrategia del Consejo de Salubridad General, si a este difuso órgano le debemos achacar la paternidad protagonizada por el vocero López-Gatell, cuya paliza en el Senado de la República no pudo ser evitada ni con el porrismo callejero de los senadores (as) de Morena. Hasta Monreal lo confrontó por la ausencia de pruebas.
Pero de vuelta a la sustitución de los organismos. Se diría, en abierta paráfrasis: “…el (no) perfeccionamiento de un organismo ocasiona el (no) perfeccionamiento o (ni) la destrucción de otro…”
Efectivamente, los pasos del neo sistema son erráticos y arcaicos. Quizá por eso, debajo de sus proyectos de avanzada emergen, como en histórica rebeldía, vestigios paleontológicos (los mamuts de Tecámac y Santa Lucía) o arqueológicos (ruta del Tren Maya).
El sistema anterior, cuya destrucción o perfeccionamiento augura la teoría Darwinista, no ha llegado a ninguna de esas condiciones.
Cuando más las estructuras y los andamios de aquel edificio neoliberal y corrupto se han oxidado, pero no se han sustituido. Y las nuevas no existen. La pieza más importante de este gobierno, hasta ahora, la consagración constitucional de los programas sociales (ya me puedo ir en paz, dijo al firmarlas el Presidente), no son sino la consagración del viejo, muy viejo, sistema de clientelas políticas. El hambre y el voto; el voto por el hambre. No por el hombre.
Así la modernidad de este gobierno, cuya meta es el bienestar, quiere ser explicada con una extraña mezcla entre Flores Magón y el “Sermón de la montaña”. Un mundo feliz donde nadie necesite más allá de un par de zapatos y dos camisas para la dicha terrenal.
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