Nadie lo ve. Nadie lo escucha, pero sus efectos todo lo cubren.
Del mundo llegan mensajes de miedo y tristeza porque los noticiarios se han convertido en ventanas para ver y escuchar diariamente cuántos mueren, por allá y por acullá; cuantos no hallan siquiera digna sepultura, como se vedan los velorios; cómo envuelven cadáveres en cartones, ya ni siquiera en petates y los echan en fosas improvisadas a la mala de Dios, porque ni los creyentes se tragan ahora los divinos designios en la amplitud catastrófica de esta pandemia con la cual se acaba para siempre el concepto triunfante de la globalización.
Se derrumbó el modelo neoliberal, ha dicho nuestro Señor Presidente en medio de un diagnóstico tan falaz como esperanzado, como si fuera motivo de alegría. No; se vino abajo el mundo moderno.
La aldea global, aquella descripción feliz de la filosofía comunicacional del siglo pasado, se quemó para siempre.
Cuando la globalidad se convierte en catástrofe planetaria, la aldea sufriente en nada se parece a esa cuya felicidad tecnológica nos auguraban los profetas de la revolución del conocimiento. En plena era de la Inteligencia Artificial”, no conocemos ni cómo surgió la rápida pandemia.
Hoy la tecnología no sirve para resolver todos los problemas.
En todo caso es útil para enterarnos de ellos con más celeridad y desencanto y abundar en las sospechas por la manipulación genética, los experimentos biológicos y los trabajos desconocidos de miles de laboratorios hurgándole la entraña a la materia viva hasta desarrollar –dicen los malpensados–, cepas indestructibles de infinitas mutaciones sin control, cuyo posible y pretendido uso militar se ha desajustado y nos ha plagado el mundo con extrañas enfermedades semejantes a otras cuyo dominio ya habíamos logrado.
Y si en otro tiempo le achacábamos, mágicamente, las plagas a los castigos celestiales y a las invisibles intervenciones de los dioses, hoy nos imaginamos perversidades científicas fuera de control, por cuyos descuidos o maldades infinitas la Revolución Sexual, festiva y desparpajada, sufrió el latigazo disciplinario con la Inmunodeficiencia Adquirida y los excesos de cohabitar con monos en alguna remota región africana nos produjo el Ébola y asimismo, desde una granja de cochinos en Perote, reventaron los contagios del H1N1 (fiebre porcina se llamó al principio), y los pollos de granja y las palomas de Asia nos enviaron el “aH5N1” o fiebre aviar, y frente a todos estos asuntos culpamos a los gourmets de murciélagos chinos, lúgubres y membranosos, de haber estallado las esporas del virus cuya propagación nos ha probado la fragilidad del mundo y la inoportunidad de casi todos los gobiernos del globo.
Pero a los efectos de este virus se les deben agregar otros: además de la destrucción pulmonar, la asfixia, los dolores de la cabeza partida en dos; los huesos quebrantados, los sudores, la tos cavernosa y la fiebre, la epidemia nos lleva a la pendencia y la discordia.
No la rijosidad doméstica y discutidora de los encierros; no, la constante búsqueda política por hallar culpables, responsables o de menos, verdaderos protectores de la salud general y las consecuencias económicas de la parálisis.
Porque el Coronavirus produce –además de sus síntomas clínicos–, estancamiento, atraso, pobreza, pérdida de libertad, depresión, tristeza, distancia entre los confinados, malestar familiar, tensión social, hastío, aburrimiento y a fin de cuentas miedo, porque esto no se va a acabar nunca, porque no sabemos nada de agosto ni de septiembre; no sabemos si el padecimiento superado provoca inmunidad futura o como todos los virus, este monarca de la asfixia, este cazador de hipertensos, diabéticos y obesos, se va a detener cuando pase esta ola de contagios, o nos va a seguir infectando a cada paso inclemente de sus ignotas mutaciones, como si se tratara de uno más de los miles de diferentes tipos de herpes; no sabemos si se va a quedar aquí para la eternidad como el virus del SIDA o como los siempre recurrentes fuegos labiales.
Y frente a estas preguntas sólo quedan los mecanismos públicos de salud, cuya actuación se advierte cada vez más errática e incoherente, porque lo único uniforme es nuestra posibilidad de contagio, frente a la cual ponemos barreras de distanciamiento social y una insufrible, contradictoria; interminable sucesión de cuadros, curvas, proyecciones imaginarias, modelos matemáticos, predicciones divergentes, excepciones a futuro, malabarismos de la estadística y una estrategia a todas luces, orientada a un solo fin: elogiar la capacidad de reacción del Señor Presidente cuya infalibilidad no puede ser puesta en duda, ni su figura colocada en riesgo.
Tanto como para ofrecer, él mismo, una innecesaria consulta sobre su permanencia en el cargo. Quien se debe ir es el virus; no él.
Quien critique o discrepe de la marea lambiscona, es un hereje reaccionario y conservador. Ahí empiezan muchos de los desajustes entre la realidad y la responsabilidad pública. Una vez más, como siempre, el gobierno gobierna para su propia satisfacción.
Todos los días estamos sobre saturados de parloteos esperanzados y actitudes de politiquería, cuya densidad sólo ha servido para pelear en medio de la calamidad. Las instituciones de salud están rebasadas y mal administradas. El secretario mudo; el subsecretario habla por los dos. O por los tres, incluyendo a veces al jefe cuya lengua no conoce reposo.
Los gobernadores se quejan de todo y por todo. Les falta todo, dicen. Los fronterizos se sienten maltratados y buscan el ajuste de una entelequia llamada Pacto Fiscal; cuyos bordes son tan elásticos como el centro decida, porque no es de ahora esta disfuncionalidad federativa, en la cual se invoca el federalismo (todos somos Ramos Arizpe), pero se ejerce un centralismo cojitranco (todos somos López de Santa Anna), cuyos problemas se podrían resolver con un poco de imaginación y creatividad (no ahora, es obvio).
“¿Por qué no empezamos a ver la forma de devolver facultades y competencias a los estados, muchas de las cuales fueron ilegítimamente usurpadas por una federación centralizadora?”, se pregunta Luis Medina en el 2009.
Pero ni la anchura nacional ni su diversidad sirven para algo. No solo hay pugnas por el reparto de los dineros; también por la falta de equidad al hacerlo. Inicuos tratamientos generalizados, estados de mano tendida junto a productores de riqueza cuya opulencia sirve para mantener el atraso de otros. Damos y no se nos retribuye, dicen los neoleoneses; nos quitan y nos dan poco, dicen en Tamaulipas y así por todo el país, mientras en silencio el virus avanza, contagia y carcome.
Hay quienes se ponen por encima de toda opinión médica oficial, y deciden tomar un camino distinto, convencidos de la incompetencia de quien ha sido escogido como vocero, guía, terapeuta mayor de la patria y a fin de cuentas extrañísimo auditor de la pandemia, y dicen como el gobernador de Michoacán, Silvano Aureoles, aquí su palabra no vale ni tampoco sus recomendaciones.
Otros prefieren señalar las inconsistencias en las cifras. El gobernador Javier Bonilla, acólito preferido del sumo sacerdote, tramposo de término ampliados por la fuerza de una grosera serie de maniobras corruptas, toleradas por el gobierno federal, se torna pendenciero y muestra las divergencias con cuya falible materia se esconden las mentiras de la contabilidad oficial, según él.
Por eso ahora ya los alfiles de la propaganda lo llaman morenista de ocasión, falso, lobo con piel de oveja.
Y así vamos de susto en pausa, con el Metro de la ciudad aliviado superficialmente de su abigarramiento riesgoso gracias a los tapabocas despreciados por los “científicos”, cuya ciencia consiste en combinar el futuro de la humanidad, con el uso del “Power Point”.
El virus podría reír mientras nosotros escuchamos explicaciones sin límite en las cuales todo el tiempo se nos dice cómo marchamos sin remedio alguno a la expansión contagiosa y nada se nos cuenta de cómo salir de la enfermedad masiva.
Las cuentas y los cuentos.