Divagó esta columna en días pasados acerca de los hombres fuertes en la tradición literaria iberoamericana (El patriarca… El Chivo… el Banderas…): los dictadores, los voluntariosos capaces de imponerle a su tiempo la impronta de sus caprichos, de sus afanes románticos o sus ideas irrealizables, como aquel generalote salvadoreño cuya respuesta contra el  sarampión no fueron vacunas o medicinas, sino envoltorios de  celofán rojo en el escaso alumbrado público.

Hombres cuya biografía siempre tuvo matices de novela o novelas inspiradas en los desatinos de los hombres cuya maquinaria se movió siempre con el inagotable combustible de la megalomanía. 

Todos aspirantes confesos a la creación de un tiempo nuevo, de una etapa de resurrección, reconstrucción o renovación en la vida de sus países; todos moralistas —a su manera—, todos imbuidos por el fervor casi divino de hacer un mundo a su imagen y semejanza. Hombres incansables, vigorosos y a su modo  bondadosos, patriarcales, benefactores, munificentes y comprensivos, pero abrumados por una incurable obsesión de poder.

Pero no todo es obra de la fantasía. También hay historia.

Releyendo algunos textos fundamentales, encontré el viejo libro de Agustín Yáñez, “Santa Anna, espectro de una sociedad” en el cual —más allá de la literatura y la investigación histórica—, he hallado algunos párrafos analíticos cuya reflexión resulta particularmente interesante en nuestros días. 

Yañez, cuya figura de escritor fue ensombrecida por su militancia y pertenencia al diazordacismo (no lo olvidemos; en 1968 era secretario de Educación Pública), analiza la figura de Santa Anna en el marco de las consecuencias de la catástrofe de 1847, cuando se instaló sobre México (al parecer para siempre), la hegemonía de los Estados Unidos.

“…Desde luego —dice— la teoría del hombre providencial nos parece falsa. Es un producto del romanticismo. El problema de los pueblos no es de hombres sino de conciencia pública. La historia de México lo confirma. Cuando la catástrofe del 47 pudo crear esa conciencia, surgió un  recio programa de acción. El hombre fue lo de menos.

“Lo de menos, pero sin  prescindir de él. Hay gran  diferencia entre el hombre providencial —verdadero semidiós en la interpretación romántica—, y el hombre adecuado parea realizar los programas de la conciencia nacional que, mientras más fuerte, mayor número de hombres dispone pocera sus fines. Tal fue la limitación de nuestros primeros cincuenta años de vida independiente…

“…La objetividad con que pretendemos juzgar ese medio siglo profundamente subjetivo, nos impide llegar a sus móviles determinantes.El absurdo se disuelve cuando nos hacemos cargo de las circunstancias en que se se desenvolvió el periodo de anarquía

“¿Pudo ser de otro modo la crisis de un pueblo emancipado sin transición, sin preparación, remota o próxima, sin cabal conciencia de ideales métodos, traído a la libertad por cálculos conservadores que recelaban de las contingencias peninsulares orientada al progreso, amagado por la exótica emulación de la grandeza vecina y alimentado su romanticismo desde hondas raíces y por el aire que venía de todos los rumbos?

Y también se pregunta Yáñez:

“¿Por ventura hemos extirpado la idea del hombre providencial?

“No finca en ella sus esperanzas el estatismo subconsciente de grandes grupos y aun la conciencia sentimental, contumaz, de minorías distinguidas?

“Personajes inferiores a  Santa Anna nos acechan,  husmeando la falta de una conciencia, de un programa coherente, de gran aliento, que obtenga la adhesión popular.”

En el estupendo ensayo de Yáñez, sin las dimensiones colosales de González Pedrero, se advierten frases notables:  

“…La paranoia de Santa Anna parece un caso de mitomanía romántica, en el que la alucinación sublima, no a objetos exteriores sino al sujeto mismo, delirante, creador y adorador del mito…

“…No se trata de un delirio de grandeza común, sino de mitomanía genuina que , a expensas del romanticismo, alcanza proporciones peculiares. La paranoia de Santa Anna encuentra su equivalencia colectiva en el orgullo nacional, que tiene por dogma la superioridad mexicana en todos los órdenes. 

“El acumulado desengaño será el solo posible fin del mito, aunque todavía este no quiera destruirse, ni acepte jamás los rigores de la realidad.”

FORTUNA

La fortuna del Chapo, como si se tratara del tesoro del Conde de Montecristo, es una fantasía. Y si existiera en las proporciones imaginadas, los mexicanos no tendrían acceso a ella. Si Guzmán Loera fue juzgado, sentenciado y encerrado en Estados Unidos, es sólo por la manifiesta incapacidad del gobierno mexicano de mantenerlo largo tiempo en prisión. 

Como dice Yáñez, cuán rigurosa puede ser la realidad a la cual le cerramos los ojos.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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