Hace más de medio siglo, con el azoro propio de la infancia, vi la osamenta alambrada del dinosaurio. Y también las pinzas de un enorme cangrejo de Alaska y un búho lleno de tierra con un plumaje de polvo gris. Vi también un león disecado y unas vitrinas de madera tan sucias como no hubo otras hasta mi visita al Museo de Arqueología de El Cairo.Las altas torres del museo del Chopo, como le decíamos por la sencilla razón de estar ubicado en esa calle, a la cual la estúpida comisión de nomenclatura del entonces Departamento Central del DF le deshizo el follaje y la consagró a la memoria de Enrique González Martínez, en medio de un desorden extravagante cuando se combinaron las flores, los árboles y los frutos con los poetas y pintores. Y hay otros casos de calles rebautizadas a lo loco, pero no tiene ahora importancia hablar de ellos.
Así pues, la calle Pino donde conocí la leche y el fuego, se llamó tras la muerte del pintor Gerardo Murillo, Doctor Atl y Álamo (cuya rúa nunca llega a la Alameda de Santa María, con todo y su bello quiosco) mudó su nombre por el del ilustre vecino don Mariano Azuela, el doctor más ilustre de la literatura mexicana, lo cual no guarda ninguna relación con las fantasías de la infancia rodada entre canicas, transcurridas en los jardincitos del museo de historia natural de hace muchos años.
Chopo es una calle fundamental en la colonia Santa María la Ribera, antiguo barrio de historia y señorío, al cual por su degradación hoy llaman todos “La ratera”. Ahí nacieron los laboratorios de análisis clínicos de ese nombre cuyo profesionalismo los ha convertido en una marca nacional y también los baños, así denominados en los cuales se podían practicar nataciones interminables o magníficas curaciones contra la hipercloridria.
Pues bien, el caso del museo del Chopo es singular. Desmantelado para trasladar su contenido, con todo y el magnífico dinosaurio cuya validez paleontológica no significa nada en estos días, el edificio vampiresco y gótico japonés, si eso fuera posible, se quedó sin vitrales y con la herrería herrumbrosa y descuidada hecha una ruina.
La universidad lo rescató de la incuria y se alojó ahí un museo alternativo y se le ofreció refugio a una cosa llamada “cultura marginal”. Se estableció un espacio para la diversidad sexual y se instituyó bajo su sombra el cercano tianguis donde se pueden comprar muchas cosas útiles y otras tantas sin esa característica. Los “choperos” son —se les conozca y comprenda o no—, parte de la identidad de la capital del país.
Sin embargo, el museo no estaba bien. Al menos no cuando el ex rector Juan Ramón de la Fuente designó en la dirección a la maestra Alma Rosa Jiménez. Además de sus quebrantos físicos y estructurales, como corresponde a una vieja construcción achacosa y reumática, alejada de los esplendores del Centenario cuando fue montada tornillo a tornillo por Luis Bacmeister; la casona de las altas torres peligraba como espacio de convivencia.
Alma Rosa Jiménez hizo política en el sentido real de la actividad y concilió a todos los concurrentes. Cuando había grupos cuyo intento era dominar la escena y el sitio, ella lo convirtió en un espacio común de convivencia. Y luego les sacó a las autoridades lo necesario para volver a hacer el museo. Hace unos días el rector José Narro, feliz, se lo entregó a la comunidad universitaria y a la ciudad de México.
Para renovar y reutilizar a plenitud el museo, no hubiera sido siquiera imaginable derruirlo y construir uno nuevo. Se buscó entonces una solución imaginativa: se hizo otro edificio en su interior. Se lo pidieron al arquitecto Enrique Norten, quien cumplió el encargo como sabe: diseñó una caja de vidrios opacos y blancos, lechosos, como Saramago describe la ceguera, con rampas interiores y se fusiló la solución de las escaleras exteriores del Centro Pompidou de París, como Renzo Piano de paseo por la región IV.
Sin embargo, la recuperación es estimulante, el nuevo uso del museo maravilloso a pesar de sus escaleras como de vecindad de la colonia Guerrero. La audacia de la Universidad, sin reprobación posible; su utilidad en el degradado barrio, notable.
Todo está muy bien, pero al Chopo le sigue haciendo falta su entrañable dinosaurio.
A unas cuantas calles de ahí la delirante Sara Guadalupe Bermúdez hizo un esperpento espantoso y costoso: la Biblioteca Vasconcelos. Por un platal Gabriel Orozco, colgó de la techumbre el esqueleto amarillento de una ballena. Nadie ha logrado explicar la relación entre los libros, Don José Vasconcelos y los cetáceos mayores. Tampoco con los menores.
Pero si esa idea ya cuajó y hasta fue celebrada en el MOMA de Nueva York, bien se podría, en los espacios disponibles (toda el ala poniente de la vieja estructura) del museo del Chopo, colgar hueso por hueso al dinosaurio, en una especie de danza giratoria entre la paleontología y el equilibrio.
Sería una maravilla verlo ahí descarnado; grácil y flotante, sin estorbarle a nadie, esperando con fosilizada paciencia, sin músculos ni piel, el paso de la eternidad.