Conozco nada más tres películas con el título ”Roma”.
Una es, obviamente, “Roma, ciudad abierta”, de Roberto Rosellini, con un guión en el cual colaboró Federico Fellini.
Otra, llamada simplemente “Roma”, del propio FF, con la cual corona su filmografía de obsesiones, rituales y gigantescas construcciones visuales en un delirante desfile de personajes cuya sucesión le toca el corazón a la ciudad eterna, y una más, de Alfonso Cuarón quien a largo de dos horas quince minutos nos demuestra hasta dónde puede llegar la crónica de la nada.
Quiero hacer aquí una apostilla: en la Via degli Avignonesi, en Roma, hay una placa en la cual se conmemora el arranque de la filmación de “Roma” (1945) , de Rosellini y el inicio simbólico del neorrealismo italiano en la historia de la cinematografía. Otro tanto hizo la ciudad para recordar en la Via Véneto, la filmación de “La dolce vita” de Fellini.
Seguramente aquí se pondrá un recuerdo de cuando Alfonso Cuarón se peleó con Ricardo Monreal por el uso de la calle para rodar su filme.
Pero eso no tiene ninguna relación con la calidad de la obra.
Alfonso Cuarón nos ha devuelto al cine en blanco y negro. La belleza del agua, la fotografía en el eterno contraste de la oscuridad y la luz, son siempre sugerentes y hermosos.
Y siendo el propio realizador quien dirige la fotografía (y autor del guión y escritor de los diálogos y dueño del negocio entero), no hay posibilidades de mala interpretación de los anhelos visuales.
El resultado, sin embargo, es absolutamente cansado. Es una hueva, pues. La película tiene momentos barbitúricos. La calma de las imágenes no se debe a la placidez, sino a la pereza. Planos y más planos para no decir absolutamente nada.
Pero si Cuarón nos ha regresado al cine antiguo, sin color, también nos ha devuelto al cine mudo.
No se entienden los diálogos. El sonido es pésimo (el ingeniero es Craig Berkey), ya sea en los diálogos en español o en el malogrado bilingüismo de las sirvientes mixtecas.
La crónica deficiencia del cine mexicano, el sonido (la otra es la iluminación, aquí bien resuelta), duplica la fatiga durante las dos horas y poco más del interminable monumento al vacío, en una narración en la cual, aun cuando ocurren muchas cosas (terremotos, incendios, muertes, abandonos, accidentes de automóvil, asesinatos políticos, manifestaciones y carritos de plátanos y camotes asado, afiladores y la calaca “Ciriaca”), no sucede nada para hilvanarlas como no sean pedantes diálogos en los lavaderos de una azotea; en los cuales Cuarón se siente Armando Salas Portugal o Héctor García, y convierte la pantalla en una galería de fotos fijas, tinacos y tendederos, en lento homenaje al calzón y los brassieres.
Lo mismo cuando filma a cielo abierto, en el campo, y se asume tocado por el dedo inspirador de Gabriel Figueroa entre montones de avena y nopales, bajo el manto de las bellas nubes.
Pero la crítica acrítica, la crítica devota, sometida por los éxitos de Cuarón en el extranjero, su confesión chaira de la política nacional y su portación de Oscar, frente a cuyos fulgores todo le es permitido y celebrado, se ha detenido mucho en los detalles de la producción, especialmente en la parte artística.
Ver la película de Cuarón, en el sentido de recuperar viejas cosas, es tan aburrido como meterse el llamado Museo del Objeto de la misma colonia Roma.
Una desorientada acumulación de cachivaches. Los fingidos devotos de la memoria y los televisores Packard Bell o Philco de cinescopio y caja de madera; radio de transistores y canciones de José-José, se sienten tocados en la fibra del recuerdo, pero nada mas. Ni siquiera una ensalada de locos. De “Lagunilla, mi barrio” a Lagunilla, mi ideario.
Sin embargo la estéril recreación de la época, tiene espacio para la moralina política: El hombre abusador de la inocencia campirana de una oaxaqueña pobre y explotada por su aparentemente cálida patrona, se consagra en la maldad total como “Halcón” reprimiendo al pueblo en un lejano jueves de Corpus de 1971.
El abusador practicaba Kendo en los llanos polvorientos de Ciudad Neza, cuando apenas Carlos Hank iniciaba su gobierno en el estado de México y por los magnavoces se escuchaba a la distancia el “arriba y adelante” de la campaña de Luis Echeverría, terminada (nada) más de un año y medio antes. Pura truculencia.
Pero tendremos “Roma” para rato. Y quizá, hasta otro “Oscar”.