Hace falta la pluma de Kapuscinsky o la oportunidad excepcional de John Reed para escribir sobre la conmoción de los días o los cambios del régimen o la fácil exhibición de la distancia entre el pueblo pobre y el gobierno rico, sobre todo cuando escuchamos por los ventanales del tiempo viejo, el eco de los consejos de darle pastel a quienes pan no conocen, pero esta residencia de Los Pinos, construida –en su parte esencial, entre jardines, ahuehuetes y la fronda del (pronunciemos diría Novo el sobadísimo adjetivo), milenario bosque de Chapultepec, por el prócer del populismo mexicano, Lázaro Cárdenas–, no es el mejor ejemplo del dispendio, ni tampoco la residencia del Zar en San Petersburgo, el invernal palacio del cañonazo del “Aurora”; ni mucho menos el castillo de los Cárpatos donde Caeusescu practicaba vampíricas bacanales con la reina de la gimnasia bailando en los alambres de la lujuria colectiva; no se trata del Palacio del Shá en Teherán, ni había globos terráqueos de oro con piedras preciosas incrustadas, ni esmeraldas del tamaño de un teléfono, ni mucho menos el suntuoso fuerte en Babilonia en cuyos baños de oro Saddam se lavaba las manos tintas en sangre.

No; la residencia de Los Pinos, actual cascarón del morbo, espectáculo de un privilegio apenas insinuado en los lujos, –porque nadie verá opulencias faraónicas, sino limpieza y orden debidos al extinto Estado Mayor Presidencial, el cual (con otro nombre), se encarga de controlar el paso de la morbosa concurrencia resentida y estimulada para el rencor, en filas y filas de curiosos sin beneficio–, lleva ya nueve días abierta a los ojos del fisgoneo estéril de cuartos vacíos, escalinatas sin pasos, fantasmas sin presencia, frente a la exaltación del presente austero y republicano, justiciero e igualador, cuya herramienta de condena son los ojos de los miles de visitantes cuyos pasos se asombran por un jardín, una estatua o una carpa dorada y gorda en el estanque de piedras de una hondonada habitualmente silenciosa, donde es fácil hasta robarse una tímida nochebuena. Los Pinos, la Hormiga.

Aquí esta el despacho donde ya nada se despacha. Aquí hubo una cancha de tenis, aquí Fox hizo las cabañas para Marta, allá López Portillo hizo una capilla para su madrecita, donde San Juan Pablo II ofició misa de privilegio eucarístico; más al fondo hubo un frontón; por aquí en tiempos de Ávila Camacho hallaron sembrada y cultivada mariguana de la buena, motita para las reumas de quien sabe quién, ¿se acuerda?.

Si no podemos cambiar el pasado, al menos repudiemos el orgullo y exaltemos el repudio; clausuremos entonces sus edificios, sus asientos, sus aposentos o su comedor para 20 personas, como si tantos de esos no hubiera por todas partes, excepto ante los ojos de quien come en silla de palo y tabla de ocote.

Por eso en el mundo se derriban estatuas y se le cambian de nombre a los pueblos y se muere Leningrado y nadie conoce ya dónde quedaba Stalingrado y Tenochtitlán agoniza para mirar el parto de la ciudad de México, la cual ha pasado de ser el palaciego asiento de los palacios de Latrobe, a la ciudad de los clips cruzados de Claudia Sheinbaum.

Pero si hemos hablado de Caeusescu, revisemos esta breve parrafada:

“…Con sorna y rechazo muchos visitantes exclamaban un «¿y esto era el socialismo?» al contemplar boquiabiertos la ostentosa villa del autoproclamado ‘Genio de los Cárpatos’, con su exquisito mobiliario adornado con regalos de diferentes jefes de Estado a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado.

«Se supone que la riqueza debería haber sido compartida entre la población en lugar de martirizar y castigar al pueblo hasta la miseria, al borde de la hambruna», dijo en declaraciones a «Efe» Razvan, un profesor de escuela de unos 60 años, quien decidió ser uno de los primeros en ver cómo vivían los Ceausescu.

“Sobre una superficie de más de 4. mil metros cuadrados se distribuyen unas 80 de habitaciones en esta residencia, construida a mediados de los años 1960 y conocida desde entonces como el «Palacio de la Primavera», situado en el distrito Primaverii de Bucarest…”

Pero en la historia de los déspotas también está la historia de su arquitectura. Quizá ni la locura rumana se compare con el delirio babilónico de Hussein, hoy convertido, como es uso y costumbre de quien llega dispuesto a cambiar el presente y barrer con lo anterior, en un museo.

“…El Lujoso Palacio de Saddam Hussein en Babilonia se convirtió en un emblema de su poder.

“Cuando Saddam Hussein subió al poder en Irak, concibió un plan grandioso para reconstruir la antigua ciudad de Babilonia. Saddam Hussein dijo que grandes palacios de Babilonia y los jardines colgantes de la legendaria ciudad (una de las siete maravillas del mundo antiguo), regresarían del polvo.

“Como el poderoso rey Nabucodonosor II quien conquistó Jerusalén hace más de 2 mil 500 años, Saddam Hussein gobernaría sobre el imperio más grande del mundo. La ambición de Saddam encuentra su expresión en la arquitectura del delirio… ”

Pero esta condena al pasado de opulencia, así haya sido una riqueza prestada, pues ni la casa, ni el bosque ni los jardines se pueden adquirir o llevar cuando el encargo acaba, tienen relación directa con la fobia crematística, con el anhelo de humildad, de severidad en el ingreso y el gasto, razón por la cual una de las primeras labores legislativas de la Cuarta Transformación, la Ley de Remuneraciones, para empujar a todos a la baja, es una bandera permanente del nuevo gobierno, el cual no hace aún lo suficiente para ser llamado nuevo régimen.

Pero no todos están de acuerdo.

Por lo pronto la Suprema Corte de Justicia ya le ha puesto un alto a este frenesí populista de la austeridad o la medianía juarista y ha frenado la ley de remuneraciones, lo cual hizo estallar en cólera a sus promotores y obviamente a su autor principal, quien ahora se viene enfrentando paso a paso a realidades ajenas a su designio y mandato.

La austeridad juarista suena bonita, pero es imposible por decreto, porque para eso haría falta ser Juárez o tener un país quebrado de todo a todo; sangrado por la guerra y acosado por todas partes.

qLa austeridad de Juárez no era un mérito virtuoso, era una limitación resignada. Tampoco.

Pero en fin, mientras eso se arregla o no, vivimos la impulsiva devoción por los museos. En esta ciudad tenemos tantos y de tan diversa oferta, como para no terminar de conocerlos, recorrerlos y algunos hasta disfrutarlos en un lapso bien grande.

Hoy se abre también el municipal de la ciudad de México, ahí donde se puede ver el cabildo son sus sillas de madera fina, labrada y tallada y dos patios y escalinatas –increíblemente recubiertas con placas de mármol— pisos de recinto y balaustres de cantera aparente; mosaicos de azul talavera, águilas en las fachadas y salones de reunión para fines diversos, pero ni de lejos Versalles, el Hermitage o el Escorial: ni siquiera el Palacio Nacional, cuya estatura a pesar de todo y ahora sobre todo, sigue siendo de niño y de dedal.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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